Cuando era chico mi mamá me decía que sonriera y que no pestañeara, mientras ella esperaba ansiosa con la cámara en la mano y su ojo derecho clavado en el visor. Yo estiraba las comisuras y apoyaba mi lengua contra el reverso de mis paletas y entonces se escuchaba el obturador, con ímpetu de atrapar lo fugitivo, como si fuera un tango que terminaba: Chan Chan. Y después, acto seguido, ella remataba con algún copete, como si hiciera falta, como si con todo el melodrama de la eternidad no bastara. Detente, instante, eres tan bello.
Ahora no, ahora en cambio intento la honestidad en mis gestos, y entonces puede que salga enojado, triste, sonriente o simplemente, como casi siempre, distraído. La opción sigue existiendo: uno puede engañar a la cámara, y al futuro, aunque sea algo bastante parecido a mentir mirando un espejo. Quizá por eso me gusta la literatura, porque para mí, aunque digan lo contrario, mil palabras valen más.
El veintiuno de septiembre se celebra, desde 1843, en Argentina, el día del fotógrafo. La excusa necesaria para pactar la fecha fue la llegada del daguerrotipo: el primer proceso fotográfico de éxito comercial. Era una cámara grande que utilizaba un lente para proyectar una imagen en una placa de cobre recubierta de plata. El proceso era lento y las imágenes logradas, borrosas; algo bastante parecido a la vida en donde el tiempo se escurre lenta pero incansablemente, y a menudo, cuando hacemos la vista atrás, vemos que todo es un poco diferente a lo que verdaderamente fue.
Después de todo quizá sea cierto eso de que no vemos las cosas como son sino como somos, y donde unos ven ríos, otros tormentas. ¿Cuántos velos hay entre el mundo y nuestros ojos? El día del fotógrafo me dispara inevitablemente dos nombres.Jose Luis Cabezas es el primero, el doloroso, la flecha que entra y no sale y que lastima por cercanía y empatía, por lo sucio y lo injusto, y por ver a diario, más de veinticinco años más tarde, el cambio de un paradigma, el del periodismo, que retrocedió en la trinchera, y con justa razón, mal nos pese.
El asesinato de Cabezas fue, más que una bisagra, un boquete en el casco de un barco. De nuestro barco, que es, para los distraídos, un eufemismo para decir historia o vida o paz. Elija usted. Buscando en su portafolio uno se encuentra con imágenes perfectas e impensadas, como cuando doblamos una esquina y nos sorprende un monumento impactante e inesperado.
El segundo nombre es Mario Benedetti, que nada tenía que ver con la fotografía con su rostro tan tosco y su sonrisa tan extraviada, pero que escribió una frase maravillosa: mirame pronto, antes que en un descuido me vuelva otro. ¿De qué hablaba Mario sino de la maravillosa experiencia que supone una transformación y, a la vez, y quizá sin pretenderlo, de la perpetuación de la mirada, de lo eterno de ella, que después se hace recuerdo para quedar ahí, como un aleph de lo que supo ser y que sigue siendo, aunque ahora en otra parte?
Mario no nombra a la fotografía, aunque sí: en el papel se sella todo, justo antes de que cambie, para poder volver a mirarlo una mañana cualquiera de abril. Como mi abuelo en ese porta retratos, con su cara de despreocupado, que me sostiene a upa con su mano derecha y, con la otra, esconde un cigarrillo entre sus dedos. Después se volvió otro, claro. Pero yo elegí ese abuelo, esa foto, ese instante eterno para que mientras lo mirara todo siguiera igual, nada cambiara, ni fuéramos nadie más. No importa a dónde fuimos después, pienso, ahí permanecimos, aunque ya no podamos volver. Mirame pronto, escucho que susurra la foto, antes de que un descuido, desaparezca. Y tiemblo.
De más está decir que no soy fotógrafo, aunque a veces me sienta Juan Di Sandro husmeando en la ciudad, como quien abre todos y cada uno de los cajones de un escritorio, o también Luis Rota, cuando encuentro con la mirada ciertos planos, determinadas circunstancias de la vida mundana de Buenos Aires, como una paloma caminando por una calle peatonal o un globo atascado en el cartel luminoso de algún boliche, cosas así, patéticas e impotentes.
A pesar de mirar las fotos que sacó mi mamá, jamás logro volver a sentirme como aquel muchachito sentado sobre el umbral de la estación mirándola mientras me capturaba. El momento existió, hay registro, nadie podría negarlo. Pero no me reconozco ahí: soy otro. Son registros de un tiempo borroso, fotografías corridas y en foco a la vez. Quizá por eso hacían falta los copetes verbales, o mejor aún, quizá por eso exista la literatura: para hacer de nuestros velos, el mundo que habitamos.