La escena empieza así. Está sentado, leyendo un poema de Fabián Casas, de su libro El salmón. Era uno de esos días en que todo sale bien. Había limpiado la casa y escrito dos o tres poemas que me gustaban. No pedía más. Entonces salí al pasillo para tirar la basura y detrás de mí, por una correntada, la puerta se cerró. Quedé sin llaves y a oscuras sintiendo las voces de mis vecinos a través de sus puertas. Es transitorio, me dije; pero así también podría ser la muerte: un pasillo oscuro, una puerta cerrada con la llave adentro, la basura en la mano. Al terminarlo, se queda pensando. Y después llora. La oscuridad de la casa es corrompida por una pequeña lámpara de seis watts y, el silencio, por el llanto. Es abril, afuera llueve. Año dos mil veinticuatro. El paralelismo lo asusta, la realidad es bastante parecida al poema. Todo marcha bien. Pero también puede que no. En cualquier momento. Por culpa de cualquier correntada. Qué endeble todo.
El celular me regala, mensualmente, videos fabricados con inteligencia artificial con cortinas musicales random y fotografías del pasado reciente en donde aparezco yo, mi familia, hijos, viajes; situaciones que ya fueron olvidadas no necesariamente por su intrascendencia, sino mejor aún, por la necesaria inmediatez, y atención que amerita, el presente efímero. Estoy totalmente en contra de esos videos: detesto la memoria asistida, y también su antagónico: recuerdos que te asaltan de madrugada y te atrapan hasta succionarte y exiliarte a ellos, sólo para castigarte. Y además, la realidad actual, instantánea y volátil, consume, o debería hacerlo, la porción más grande, sino la total, del tiempo que disponemos. Si la lógica artificial alcanzara eventualmente su máximo esplendor, entonces no habría recuerdos que recordar, sino tan solo, un cajón atestado de repeticiones condenadas a gastarse de tanto evocarlas. Y los recuerdos serían más o menos así: un hombre o una mujer mirando una pantalla que le recuerda aquel jueves del año pasado en el que se emocionó mirando la pantalla del celular que le mostraba un martes en donde él o ella miraba la pantalla del celular que le recordaba la tarde en la que fue feliz, o aparentó serlo. Los recuerdos se magnifican y perfeccionan a la vez que los evocamos y, eventual y lógicamente, tarde o temprano, resultará imposible discernir lo verosímil de la situación fundadora. Todos podemos vernos felices en la foto de un instante en el que no fuimos felices.
La escena continúa. Cierra el libro, apaga la única luz, y cruza su casa de memoria, esquivando muebles invisibles. Mientras lo hace piensa en sus actos, en la maravillosa amabilidad del terreno conocido, en la meticulosa agilidad con la que se mueve en él. Piensa que podría hacerlo, incluso, con los ojos cerrados. Pero después tropieza con una zapatilla que no puede ver y que ignora quién la dejó ahí, donde no debería estar. La patea enojado. Acto seguido, siente nostalgia: ese opio, y después se pregunta qué es sentir nostalgia y, más importante aún, nostalgia de qué. Nostalgia de dónde. Se acuesta y piensa en eso. Fabula. No logra descifrarlo. La zapatilla lo remonta al pasado ya lejano. A la época en la que sus hijos se las sacaban apenas ponían un pié en la casa, y las revoleaban por cualquier lado. Cuando eso pasaba él se enojaba. Pensando en el recuerdo, ahora, se ríe. Uno puede usar la memoria para llegar a los recuerdos, o pueden los recuerdos usar la memoria para llegar a nosotros: ahí nace la nostalgia, esa envidia de uno mismo.
Quizá, la solución sea empezar a tomar fotografías (físicas y mentales) de absolutamente todo; hacer un registro coherente y justo que sirva de base para que, al volver a ellas reflejen, por ejemplo y también, aquella tarde de enojo y euforia. O la noche en la que volvimos caminando contra el viento ardiente, atrapando en el aire retazos de anhelos desmantelados. Eso: abarrotar la memoria, exaltarla de información, y hacer, de ella, del recuento memorioso, una hemorragia incontenible de todas las tachaduras que hicimos y que esconden, debajo, la verdad.
Todo termina así, todo: Me despierto, se despierta, de madrugada, y camino al baño un pensamiento lo asalta, me asalta. La vida es la madera de la que te agarrás para salvarte, pero que también es parte del naufragio.