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Columnistas

Si no sabés a dónde vas, cualquier camino te llevará

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Le gusta sentarse siempre en el mismo sillón azul Oxford, más bien de noche, cuando ya todos duermen y el silencio es una victoria casi por necesidad y obligaciones destinadas a comenzar, otra vez, en la mañana. Y prender la música y que suene bajito quizá Belle and Sebastian, quizá Mozart, quizá García, dependiendo de su humor, claro, y de la actividad que enfrente igual que un carpintero enfrenta un pedazo de madera tosco y deforme. Y escribir. Como si eso salvara el mundo, como si eso cambiara una forma de ver o pensar (quizá y sorprendido, la suya misma), y esperando crear (crearse) una duda heroica donde antes existía una certeza vanidosa. De eso se trata, piensa: de seguir respirando, mientras estemos durmiendo, y de que nos falte el aliento, cuando estemos despiertos.

Y le gusta escribir imaginando qué vendrá después; con qué nueva curva se encontrará. Intenta adivinar elucubrando, igual que el que escapa trata de predecir los pasos de quien lo persigue. Y sonríe cuando sabe que está en lo cierto, cuando logra que lo que separa a una suposición de un momento, sea tan pequeño que entre en su mano, entre sus dedos. O cuando la cicatriz no deja nada adentro, y tacha una herida. O cuando la sombra no es más grande que la persona que la genera. O cuando aprende otra vez, pero de una manera diferente, a hacer algo que ya sabía. O cuando el peor día termina, efectivamente, a las doce de la noche.

Ahora toma café y el bigote crecido, descontrolado, ataja sin miramientos migas de la tostada que mastica mientras escribe. No le importa. Cada vez le importan menos cosas, pero ésas, le importan cada vez más. Será cuestión de la edad, piensa, y después escribe, sin saber por qué, plañideras en la pantalla blanca. En plural. La palabra viene del latín, plangere; así se denominaban las mujeres a las que se le pagaba por ir a llorar a los entierros, a los difuntos. Inexorablemente piensa en la muerte. Y sabe bastante bien que la vida no es algo ameno y dulce y feliz, donde se comen perdices y se deshojan margaritas hasta quedarse con el 'me quiere', sino, muy por el contrario, la vida se parece más a un funeral que a una fiesta. No sabe si es triste o no, lo que sí sabe es que, al final del día, amigarse con la idea lo hace todo más ameno y verdadero. Escribe: Nadie puede pretender subirse al ring y no recibir unos cuantos golpes. Y después: La ironía de la vida es que exige ser vivida a la vez que cuidarse de ella misma, como un revólver con dos cañones enfrentados, dos bocas de fuego, y un solo punto de mira. Y una bala, escribe y después lo borra. Demasiado dramatismo.

Y escribe con aparente incoherencia, con llamativa amalgama, con conexiones casi imposibles e impensadas. Aunque sabe que no. Aunque sabe que el que no enlaza, es porque no quiere. Que allá él, o ellos: ignorantes y felices evasores. Y que quizá, seguramente, eso sea lo corriente, la triste generalidad amante de lo sencillo y lo efímero. Pero, aunque eso le cueste casi todo, no le importa. Y sigue. Escribe. Que de cerca nadie es normal. Que qué es normal. Que la normalidad necesita transparencia para alcanzar su, irónicamente, cualidad de normal. De mayoría. De totalitarismo. Que algo no es normal en tanto y en cuanto la cantidad de personas que lo hagan (y no lo muestren) sea minúscula o, mínimamente, silenciosa e intransigente. Que si lo normal tiene que ver con lo cuantitativo, entonces lo anormal también. Que normal no es necesariamente aceptable, independientemente de cuántos. Que, al menos, no debería. En los papeles. En la lógica. En el costado moral de la existencia. Que a pesar de ello, víctimas de un individualismo atroz, creciente y superfluo, ahora lo amoral puede ser, y es, también, normal, y que lo flexiblemente colectivo y amoroso, trágicamente, no. Que es una realidad. La realidad que no es la suma de todas las partes sino, tristemente, una que es la exasperación de ellas, el cansador e infinito intento de que no se toquen, no se sumen y aglutinen, no nada. Que ya no sabe qué es normal y qué no. Que lo que sí sabe, con toda su sangre, es que cuando uno no sabe a dónde va, cualquier camino lo lleva, y que a veces (siempre), ya es muy tarde para regresar.

Y le gusta también la tercera persona del singular, porque clava una distancia irremediable y aleja toda posibilidad de responsabilidad; da lugar a la duda, a la ficción solapada entre la verdad, o viceversa, y nadie sabe qué porcentaje es de tal o cual. Y también las analogías. Le encantan. Son de azúcar. Y así, entonces, escribir puede ser vivir, o amar, o trabajar, o casi cualquier otra acción mundana. Y normal también, como una alegoría de aquello que jamás seremos, que no tiene nombre y es inimaginable. Escribir, entonces, es bastante parecido a vivir, en donde lo que no se comprende no puede, ni debería, perdurar.

Foto portada: Tico Cid.

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