Una amiga me contaba que su hijo entra al colegio a las ocho de la mañana y que le resulta muy difícil levantarlo. Seguramente esta situación se da de lunes a viernes en cientos de miles de hogares. ¿Nos damos cuenta realmente que en el ochenta por ciento de la semana nuestros hijos e hijas no se despiertan naturalmente? Interrumpir el sueño de manera abrupta probablemente tenga sus consecuencias en la psiquis. Y encima se los despierta para ir a aprender algo que ellos no eligieron y que forma parte de un sistema educativo viejo y nocivo. Pero ese es otro tema. En este caso quiero centrarme en los horarios.
Si por alguna razón se demora la despertada y se llega tarde, la amenaza es que se aplicará una media falta. Es decir, el día ya arranca con presión de horario y sanción. En este contexto es muy complicado que un niño o niña vaya feliz a su escuela. Por supuesto que entiendo que está armado así, entre otras cosas, para que padres y madres lleguen a tiempo a sus empleos. Pero la inflexibilidad es lo que me hace más ruido.
¿Qué tiene de malo si, por el motivo que sea, un niño llega una, dos o cuatro horas después de que se abran las puertas? En la anterior escuela a la cual fue mi hija hasta los seis años, podía llegar incluso, una hora antes de que termine la jornada. Y funcionaba perfecto. Está claro que, si esto se da repetidas veces, el niño pide a gritos un turno tarde o un cambio de hábito. Pero habilitar la llegada tarde es la cuestión central.
Vivimos encajonados en horarios. Lo experimentamos desde chicos y lo repetimos con nuestros hijos. Incluso, si por ejemplo están en una plaza divirtiéndose, solemos cortar el juego abruptamente para decirles: “nos vamos, ya es la hora”. Siento que en la mayoría de las veces en las que caemos en esa frase, tiene más que ver con nuestra ansiedad de hacer algo que podría esperar.
Sería bueno que, cuando expresamos un límite horario, nos preguntemos el por qué y evaluemos nuestra flexibilidad. Hace poco, teníamos el plan de ir con mi hija al teatro a ver Alicia en el País de las Maravillas. La obra empezaba a las cuatro de la tarde, pero había que estar a las tres para retirar la entrada, que era gratuita. Ella se estaba divirtiendo en la casa de su amigo y me decía: “un ratito más y ya”. Le expliqué la situación y cada vez que volvía a decirle que nos podíamos llegar a quedar sin entradas me pedía un ratito más. Finalmente, luego de cinco intentos, accedió. Llegamos a las tres y media y la señora de la puerta nos dijo que ya no había entradas. Mi hija se puso muy triste, pero no tenía a quién culpar. Sentí que había aprendido que a veces las cosas tienen un horario de comienzo y que en esos casos no hay otra que elegir. De hecho, me pareció bueno que haya sucedido eso sin que tengamos que arrancar de mala gana de la casa de su amigo.
También esta situación, como todas las que suceden con nuestros hijos, son interesantes para preguntarnos cómo tenemos armada nuestra vida con respecto a los horarios. Es probable que nos encontremos en una posta interminable de actividades que propone el sistema y que nos llevó a acomodarnos para alcanzar vaya a saber uno qué meta. En algunos casos valdrá la pena, pero en la mayoría no. Darse cuenta es un primer paso para luego tomar decisiones en pos de una dinámica más saludable y libre. Y, sobre todo, para no trasladarle la ansiedad de los horarios a nuestros hijos e hijas desde que comienza hasta que termina el día.