Estoy observando la clase de capoeira de mi hija. De pronto un nene de unos siete años, recibe un golpe involuntario de parte de uno de los profesores. Se pone a llorar muy angustiado. El profe intenta contenerlo y le dice: “ya está, no pasó nada”. El nene sigue llorando y se acerca hasta la madre que también estaba mirando. Lo abraza y le dice las mismas palabras: “no pasó nada”.
Me chocó cuando vi esta situación porque es algo que re repite constantemente cuando sucede algo así. Incluso yo me he visto en la misma reacción de decir: “ya está, no pasó nada”, cuando la verdad es que el “ya está” no se ajusta a lo que verdaderamente ocurre. En primer lugar no está nada porque el dolor todavía continúa. Y en segundo lugar el “no pasó nada” está obviando que justamente pasó algo, y es que ese niño recibió un golpe.
Creo que lo menos que necesita un chico es que no se valide el dolor que siente y el golpe que lo provocó. En mi caso, cuando caigo en el “ya está, no pasó nada”, lo hago instintivamente para que se pase ese mal momento lo más rápido posible. A nadie le gusta ver a su hijo o hija llorar por un golpe, pero minimizarlo no es una solución.
Lo hacemos porque también lo hicieron con nosotros y porque lo hacen todos. Son automatismos que están arraigados y que generan un circuito de repeticiones que pasa de generación en generación. Salen instantáneamente sin pensarlo. Una clave para salir de este loop es mirarse a uno mismo desde afuera para escucharnos y darnos cuenta que lo que necesitan es pocas palabras y más abrazos. Una contención emocional desde el amor.
Si mantenemos este estado de auto-observación en lo que le decimos a nuestros hijos, seguramente encontraremos unas cuantas cosas más que salen de nuestra boca sin ser pensadas. Sentencias que pueden ser desarticuladas cuando nos vemos bajando una data que no sirve.
No se trata de castigarnos por errores que comentemos. Se trata de conocernos y de aceptar que actuamos como máquinas. Seguramente es trabajoso y poco cómodo para nuestro confort estar atento a lo que decimos. Sobre todo porque para que haya un cambio, tenemos que acecharnos constantemente y aceptar que la estamos pifiando. Pero si nos damos cuenta que este trabajo de auto-observación nos va a hacer crecer y cambiar patrones tóxicos, seguramente estaremos más dispuestos a llevarlo a cabo.
Propongo entonces que estemos verdaderamente conscientes de nosotros mismos. Repensemos cada frase que le decimos a nuestros hijos, sobre todo en momentos críticos, como un accidente o un enojo furioso. Porque es en esas instancias en donde nos queremos sacar el problema de encima y caemos en la repetición de algo como el: “ya está, no pasó nada”. Pasó algo, te golpeaste y acá estoy para validarlo, entenderte y abrazarte hasta que verdaderamente pase el dolor y puedas aprender acerca de qué lo provocó y por qué. Sin echar culpas. Simplemente entendiendo desde una mirada comprensiva y cariñosa.