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Columnistas

Palabras rotas 

Hemos roto otro mundo, además de la envoltura en la que se desarrolla la vida –la biosfera- que es el mundo del lenguaje, entendido como el “mundo de los signos y los significados” en el que todos interactuamos: es un sistema que florece al comunicarnos, pero si lo colapsamos sobreviene el caos y ningún acuerdo sucede, tal como ocurre en estos días en el Congreso de la Nación.

Una frase, un twit, una noticia puede conducir a un significado falsable. En este “mundo” donde todo se desenvuelve -incluso el lenguaje- hay un equilibrio, pero cuando se apropian de una parte quieren controlar el resto. En medio de un tráfico lingüístico, dice Noami Klein, periodista canadiense, con fines perversos, van matando palabras, las vacían de sentido. Sin lugar para otras voces, se consigue un único punto de vista que lucha por el imperio del decir, se habilitan discursos que dejan una huella nociva, en prácticas que extraen palabras y destruyen su valor, como el bla bla bla de la “libertad” que conduce el presidente Milei.

El mundo del lenguaje es también un espacio de contención con códigos ante la violencia pero si cada uno tiene una versión que descargar sobre los otros y en las redes, ninguna conversación sucede. ¿Y cómo conversamos con el dios Dinero, con la Tierra, y con los glaciares, los cuerpos de agua y con el fuego que devora la Patagonia ¿que nos decimos a nosotros acerca de ellos? ¿Cuáles son los relatos para excusarse de tanta muerte? ¿Cuál es la versión de los constructores de slogans, y la de los escultores de teorías extravagantes que se extienden como cánceres terminales? ¿Cómo abrimos paso a otros decires, antes del empobrecimiento final?

En estos días de tanto debate ¿habrá palabras que vivifiquen y conversen, o solo discursos que aridizan y extraen toda idea que brote por fuera del sinsentido que nos han impuesto? Las personas saben que se está moviendo la realidad, pero no distinguen qué es lo que pasa, porque todo sucede por debajo, en acuerdos que emergen con más miseria y opacan el futuro. Nos quedamos observando la destrucción, a veces irreparable; la inercia es enorme y los intereses, monumentales. Si sólo somos rehenes obtendremos una pesadilla. Cuando a Milei y sus amigos le sacan los instrumentos, berrean señalando ¡fueron ellos! y se quedan balbuceando unos pocos caracteres como si fueran niños, para crear una ficción virulenta que a todos lastima.

¿Pero tenemos ya suficiente estado de catástrofe en el mundo, en la Argentina? Necesitamos una confluencia de versiones para tomar dimensión del umbral social y ambiental en el que nos encontramos. Es necesario cambiar las historias asesinas y la saga de garras y dientes por otras versiones que no dejen a nadie, ni nada afuera.

El impulso utópico fue siempre el motor del mundo no importa cuántos fracasos tenga en su inventario. Necesitamos proyectos, diseños, planos, mapas de ayuda mutua, y mantenerlos vivos y disponibles, montados sobre conversaciones situadas, reales, con sujetos de derechos y otras voces para reequilibrar el mundo del lenguaje, porque la condición utópica influye luego en las construcciones sociales y en el planeta. Necesitamos el impulso utópico para una política vital. Las palabras, vueltas decisiones, pueden usar las herramientas del lenguaje y su hábil mecánica, no sólo para condenarnos, sino también para recuperar el espectáculo terrestre, para sostener los entramados de ayuda alimentaria.

Palabras de aliento que se tejen en la cultura, palabras jurídicas, leyes escritas por los miembros de las comunidades para así adelantarnos a la oscuridad y a las cenizas. Pero hay un par de claves que rigen el impulso utópico para una política vital: el desplazamiento del yo al nosotros, y la readecuación de nuestro papel en la biosfera. De lo contrario, roto el mundo, roto el lenguaje, con tantas conversaciones pendientes, sólo la angustia crece.

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