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Columnistas

“Che, boludo”

boludo

Pasan los años, pasan las generaciones y el “che, boludo” o “che, boluda” sigue enquistado en el lenguaje de los argentinos. Tratar de forma automática de boludo a otro tiene su peso. El hecho de decir que se hace cariñosamente solo cumple con la función de justificar un hábito que no está bueno. Decir boludo o boluda a cada rato tiene toda una connotación que hace mella en lo que se está expresando. Por más profundo que sea el mensaje, el boludo le resta seriedad y lo hace berreta.

La solución es directamente no decirlo. Y para lograrlo el incentivo puede ser la escucha de los niños o niñas. ¿Queremos que ellos o ellas hablen diciendo boludo o boluda cada cinco palabras? Aprenden por imitación, así que somos responsables directos de esta situación.

Si vamos al origen de la palabra “boludo”, se dice que en las guerras contra el imperio español se formaban grupos de criollos especializados en lanzar bolas o boleadoras contra los jinetes reales. Estos grupos eran identificados como “boludos”. Pero si buscamos en el diccionario, nos encontramos con que es una forma coloquial despectiva para dirigirse a una persona: “Que hace o dice tonterías, se comporta como un estúpido o no es responsable”.

De todas formas, no hace falta buscar la raíz de la palabra para darse cuenta que cuando una persona la tiene incorporada a su vocabulario, todo lo que dice suena horrible e infantil. ¿Queremos que nuestros hijos o hijas se expresen de esa manera?

Si uno forma parte de esa gran cantidad de gente que habla diciendo “boludo” o “boluda”, puede encontrar una llave para abandonar ese hábito teniendo en cuenta la escucha de sus hijos o hijas. Desde ahí se puede estar más atento considerando la responsabilidad que conlleva la imagen que queremos mostrar y el mensaje que deseamos bajar. Buscar una mejor versión de nosotros para que ellos tengan un buen punto de referencia. Seguramente no se logra de un día para el otro, pero tampoco creo que sea tan difícil. Al principio se van a escapar unos cuantos “boludos”. Pero si nos proponemos estar atentos a nuestro discurso, cada vez serán menos hasta que finalmente no los diremos más.

Este ejercicio lo haría también con todas las palabras que utilizamos. Tener instalado el insulto por defecto es un programa digno de ser borrado de nuestro sistema operativo. Cada palabra lleva una carga energética que se hace carne en nuestra mente y cuerpo. Por más que no nos demos cuenta y le restemos importancia, es así. Putear no es gratis ni para nosotros ni para el que escucha. Y si el ser humano que tenemos enfrente es un niño o una niña, le estamos legando un ejemplo nocivo. Estamos ayudando a programar su mente de la misma forma que lo hicieron con nosotros. Podemos colaborar para que cuando sean grandes no tengan que hacer el laburo de desaprender esas palabras que se enquistan y que restan. Vale la pena.

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