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Columnistas

SILLÓN.FIDEO.PELOTA

voley

Antes que nada, acordemos algo.

El paso de la no adultez a la adultez está dado por un puñado de sensaciones, habitualmente tan subjetivas como inequívocas, que van marcando que el tiempo pasa para bien o para muy mal.

De repente se corre un velo y lo que era ya no es, o lo que no era empieza a ser.

Yo confirmé que era definitivamente un señor el día que revisité el colegio donde había cursado mis estudios y, al pasar casualmente por el gimnasio dónde practicábamos deportes en aquellos años (con piso de baldosones y techo de tinglado), el destino quiso que una pelota de vóley botara cerca de mí.

Todavía recuerdo la cara de terror de una veintena de adolescentes que pensaron "No lo va a hacer, ¿no?". Esos rostros contrastaban con el mío, lleno de sed de revancha. Si, acertaron... Me llené el empeine de mi pierna derecha de venganza, e hice lo único que en la historia de nuestro país nunca pudo vulnerarse, rompí lo único indubitable de nuestra patria: Pateé la pelota de vóley.

Mientras los alumnos miraban perplejos y sufrientes, me pregunté por qué en un país dónde se discute sobre leyes más o menos laxas, o garantismo y punitivismo, solo pudimos internalizar la norma definitiva: La pelota de vóley no se patea, aunque choque harteramente con la contradicción de que en las reglas de aquél deporte está permitido usar el pie e impactarla.

A nosotros no nos importa. Dentro de un establecimiento educativo no se patea, dentro del colegio ya no es pelota, sino bomba de Hiroshima y Nagasaki.

Pero volvamos al punto.

Supe que era adulto porque no recibí 24 amonestaciones por aquel delito escolar, ni nadie me increpó pidiendo hablar con mis padres, ahorrándome la incómoda negociación con el establecimiento sobre quién abonaría los honorarios de la medium.

Ahora, vayamos a lo importante. Existe un mojón muy angustiante en la vida ya evidentemente adulta, y es el momento, después de los cuarenta, y ni hablar cuando superamos los cuarenta y cinco, dónde el deporte ya no sólo nos da lecciones, sino también lesiones. Nos enteramos que ya no seremos los mismos, que el cerebro seguirá dando órdenes, pero el cuerpo empezará a 'Clavar visto'. Pasamos del "Qué ganas de pisarla y encarar" a "Qué ganas de rifarla y encanar".

Suele ser el momento de la decisión más dolorosa de nuestras vidas, ni más ni menos que entregarse a que el deporte lo hagan otros mientras nosotros miramos. Eso sí, lo que no podemos aceptar es que no lo hagan exactamente como lo haríamos nosotros si no nos moviéramos como empanadas de semáforo, pero sin goma espuma.

Así somos, queremos ver cosas lindas hechas por otros, y juzgar esas cosas y a esos otros, como si no hubiera nada más rico en nuestra existencia.

Igual, hay algo de legítimo en esa idea.

Es que aspirar a la belleza y a la destreza de quiénes llegaron a un lugar que todos soñamos alguna vez, y pretender además un resultado que emocione no debería estar invalidado.

¿Por qué no podemos pedirle a alguien que su virtud nos haga felices? ¿A quiénes quieren que le pidamos felicidad? ¿A la AFIP?

Tenemos que despojarnos de la idea de que no podemos opinar "Desde el sillón" porque "Nunca estuvimos ahí".

Primero, no se metan con mi sillón, mi lugar en el mundo.

Segundo, Francia.

Tercero, en el sillón escucho música, y no necesito saber leer una partitura o haber tocado un instrumento para sospechar que una canción de George Harrison está más cerca de la excelencia que algún hit del siempre estimado "Amigacho".

En mi nave nodriza de pana celeste veo cine, y les juro que, sin haber estado nunca en un set de filmación dirigiendo una película, puedo intuir que "El padrino I" es una obra un tanto más ligada a la calidad que "Bañeros II: La playa loca", aunque, aclaro rápido, amo hasta el tuétano a ambas por igual.

Con el deporte, y más precisamente con el fútbol, nos sucede lo mismo.

Por eso nos emociona tanto la selección de Scaloni, por ejemplo. Porque es un equipo que nos sigue paseando en sus tres estrellas con calidad de cinco, y hasta parece que no nos cobra el tan temido pistacho del frigobar.

Para colmo el paisaje incluye los tiros libres de Messi, el único lugar del mundo donde, paradójicamente, el hombre se come al cocodrilo. Y si Lionel no está, lo grave no parece tan grave, pues en el álbum desplegado por estos superhéroes, 'Si hay foto hay fideo'.

Y la delicia la catás en Qatar, la mediocridad la allanás en el llano, y el altar lo haces en la altura, dónde la de fútbol parece transformarse en una de vóley…

La de vóley. Sos grande cuánto pateás la de vóley, nomás, y como en cada cosa que nos propone este jueguito imbécil de estar de paso, el final es en dónde partí.

Ahí vamos.