Yo me siento en la sombra y enciendo un fósforo. Yo sé que los principios a veces llegan así, a través de un final. Primero una duda, después un ruido y más tarde un tropezón que nos desestabiliza y nos hace perder el equilibrio. Al final, dilucidar si caeremos bien parados o desparramados. Y, claro, la certeza demoledora de saber que la verdad es, en cualquier caso y al final, algo sin demasiada importancia.
Pero el mundo actual, ese conglomerado de mensajes positivos, de desear y soltar, de creer y confiar, de atraer, de poder así porque sí. Ay, el mundo. Este mundo no duele, este mundo jode.
Me paro frente al espejo, me miro a los ojos y busco ese tipo de compañía que sólo se encuentra en el reflejo, mientras suena una canción de José Alfredo que me pone triste, o reflexiva, no lo sé. Ya lo dije: “Yo me siento en la sombra y enciendo un fósforo, y apilo dolores y fracasos con prolijidad y esmero, con la delicadeza de quien pasa un plumero sobre los portarretratos”. Y eso está bien. Hace poco me dijo: “Decime de qué te quejás y te digo quién sos”. Me lo dijo con superioridad, como si gracias a mis enojos y quejas, él pudiera hacerme una especie de test vocacional, o carta natal.
Está bien, lo admito sin preámbulos, con la cara al viento, como en esa canción de Raimon. Esto está todo mal y encuentro en la queja (o a través de ella) la valentía para sostener mis desencantos. Y sé, con una certeza envidiable, que el futuro que es una trampa y que todo aquello de lo que no nos quejamos, está condenado a continuar y repetirse. Y entonces, ahora también me quejo, según él, de que el futuro es una ilusión y de que a veces no sé, ni puede nadie acaso saber, si soy el conejo o la zanahoria.
Eso fue lo que pasó: mirábamos el noticiero y un periodista contaba los avances de la inteligencia artificial y yo dije que el futuro era una trampa, o una emboscada, no recuerdo bien. Y él me dijo que ante la escasez de elementos en el presente, o debido a la previa utilización de todos los existentes, entonces ahora me estaba quejando de lo que aún no existía, o sea del futuro y sus cuestionables avances. Y después me dijo eso de las quejas y sus presuntuosas clarividencias sobre mí. “Quejarse es la única manera de llegar a la verdad”, le dije. “No hacerlo es lo mismo que cerrar los ojos”. Imaginé que dentro de su cerebro estaba bajando el martillo una y otra vez; descuartizando mis argumentos como quien intenta sacarle cosas a quien no las tiene. Si esto le sucede, sépalo, todo está perdido. Y por partida doble. O triple.
La queja es la chispa con la que se enciende la protesta que da, y siempre ha dado, lugar a discusiones y cambios, a frenos o volantazos. Sin queja, todo está perdido. “Quejumbrosa”, me dijo. “El hombre que no se queja es el que corre primero del incendio, y más rápido, después de haberlo iniciado”, contesté yo. Ahora me delineo los ojos y afuera llueve y hace calor, y suena Pepe Aguilar. La música mexicana tiene una melancolía única.
Los principios a veces llegan así, a través de un final, como círculos viciosos que se tejen sin saber cuál fue el primero o si habrá un último. “¿Cómo podés vivir en ese pozo?”, me preguntó al final. “Yo no vivo en un pozo”, le contesté, sino buscando la manera de salir de él. “¿Y vos?” Pero no contestó.
Foto: Tico Cid