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Columnistas

El “público protagonista”: cuando el espectador tapa al artista

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Un fantasma recorre Europa y Norteamérica: el del público de espectáculos musicales que olvidó cómo comportarse. Si la máxima periodística establece que un caso es anécdota, dos es casualidad y tres es tendencia, ¿qué será más de diez? ¿Flagelo, acaso? ¿Epidemia? En Estados Unidos y distintos países del Viejo Continente (especialmente Reino Unido) florecen los ejemplos de espectadores que dan la nota por desconocer las normas básicas de civismo, con lo cual cabe pensar que no estamos frente a una excepción o a un puñado de loquitos aislados, sino más bien ante un posible cambio (para peor) de paradigma.

El caso más resonante fue el de principios del mes pasado en Manchester, cuando una función de El guardaespaldas (musical basado en la película que protagonizaron en 1992 Whitney Houston y Kevin Costner) tuvo que ser suspendida porque dos miembros del público se negaron a dejar de cantar a los gritos, tapando a la actriz Melody Thornton. Cuando la protagonista se dispuso a entonar el hit “I Will Always Love You”, los dos espectadores se pararon de sus asientos (pese a que antes del espectáculo se le pide a la audiencia que permanezcan sentados y en silencio) y procedieron a demostrar sus (escasas) habilidades vocales. Toda la concurrencia intentó callarlos, pero los esfuerzos fueron vanos: personal de seguridad tuvo que intervenir y hasta se debió cortar la luz del recinto para garantizar la paz, pero la obra ya no pudo continuar.

Otra situación similar se dio apenas días antes en Londres, cuando un hombre interrumpió el musical Bat Out of Hell (inspirado por la obra del mismo nombre del fallecido Meat Loaf) hablando a un altísimo volumen. Una vez más, se le pidió que se callara, se negó y debió ser retirado por los guardias.

Del otro lado del Atlántico, la revista especializada en teatro Playbill publicó en febrero un artículo que daba cuenta de peleas en el público, comportamientos erráticos por borracheras y hasta una mujer que se levantó la pollera para mostrarle ostentosamente los genitales a un elenco de Broadway. El medio después borró el texto porque consideró que podía atentar contra la convocatoria de las obras, pero otras publicaciones tomaron la posta y reportaron casos como el de una señora que -digamos- fue de cuerpo en un pasillo durante una función de Some Like it Hot. Finalmente, volviendo a Inglaterra, una pareja fue retirada a la fuerza de una representación de Thriller Live!, el musical sobre Michael Jackson, por tener sexo mientras los actores hacían lo suyo.

Quizás como un subproducto de una cultura alimentada en redes sociales que pone el llamado de atención como sinónimo de éxito y fin ulterior, los casos de espectadores que pretenden ser protagonistas del espectáculo aumentan y empeoran.

El Sindicato de Radiodifusión, Entretenimiento, Comunicaciones y Teatro de Reino Unido (BECTU, por su sigla en inglés) le puso cifras a este fenómeno con una encuesta que reveló que el 90 por ciento de los empleados de teatros padecieron o vieron episodios de comportamiento inapropiado de parte de miembros del público, incluyendo agresiones, vandalismo, expresiones de racismo y demás. El 70 por ciento de los encuestados coincidió en que todo empeoró después de la pandemia.

Quizás como un subproducto de una cultura alimentada en redes sociales que pone el llamado de atención como sinónimo de éxito y fin ulterior, los casos de espectadores que desconocen su lugar y pretenden ser más protagonistas del espectáculo que los mismos protagonistas aumentan y empeoran. Insatisfechas con su rol “pasivo”, estas personas buscan acaparar el centro de la escena, saltándose el incordio de estudiar teatro, aprender a cantar, memorizar un libreto: con un comportamiento disruptivo alcanza para -acaso- viralizarse y ser “famoso” para unos pocos, por unos minutos. No importa que la atención sea negativa: es atención al fin, y basta para sentirse realizado efímeramente.

Esto que está pasando en el teatro no es nuevo en la música, y menos todavía específicamente en el rock. Desde incidentes menores como gritar mientras el artista toca y romper el clima que se pretende construir hasta hechos de extrema gravedad como usar pirotecnia en locales cerrados, a varios les cuesta aceptar su rol de espectadores y pretenden robarse los reflectores, aunque más no fuera por unos segundos. Los actores se están expresando: piden que estos comportamientos molestos paren y los dejen trabajar en paz. Pero en la música puede ser distinto, porque la participación del público no deja de ser
algo que los performers valoran. ¿Dónde está, entonces, el límite de lo aceptable?

Hablan los músicos

“Siempre hay algún desubicado que quiere llamar la atención, pero es muy parecido lo que pasa en un TL de Twitter o en un posteo de Instagram con alguno que tiene una arroba lleno de guiones bajos, unos símbolos raros y el ícono es Montgomery Burns y te tira un palito para que le contestes. Alguno te pega un grito, pero es circunstancial. Lo cintureás y listo”, confirma Juanchi Baleirón, líder de Los Pericos, una banda en cuyos shows la intervención del público es fundamental para el espectáculo. “El límite -dice- lo pone la conducta, no sé si decirle ‘sentido común’. Pagaste una entrada o estás en un festival: participá, pero no te zarpes, no le cortes el mambo al artista”.

Fogueado en el punk, acaso el subgénero rockero en el que más se ve la actividad del espectador como una virtud, el baterista Ray Fajardo (ex El Otro Yo, actual Jauría) se niega a pontificar sobre lo correcto. “Una amiga me decía ‘¿está bien cantar a los gritos y que yo que estoy al lado tenga que sumar una voz aguda, desafinada e hiriente que no vine a escuchar, impidiéndome escuchar a quien sí vine a escuchar?’. Mi reflexión es ‘sí y no’. Como músico me gusta escuchar al público cantar mis canciones, es una comunión especial. Ahí la canción se eleva, se va a otro lugar, ya no tiene autor, espacio, tiempo, estructura, y eso a veces se gana parando la ejecución normal, lo que se toca siempre y fue ensayado y repetido una y otra vez”, explica. Con todo, también tuvo sus choques con espectadores disruptivos: “Una vez alguien se trepó al escenario, corrió hacia la batería enganchandose los pies con los cables de los pedales de guitarra, tropezó, se agarró de parte de la escenografía para no caer, rompiendo un pedazo. Cuando se estabilizó lanzó el pedazo de escenografía a la batería, que pegó en el ride… y hasta ahí recuerdo, porque corté la canción y salté por arriba del bombo, él se aterrorizó al ver mi reacción y volvió a tirarse al público y yo me tiré atrás de él. A los segundos me di cuenta de que no estaba en la batería, sino entre medio del público queriendo cazar al violento invasor que se perdió como un fantasma entre la multitud mientras mis compañeros desde el escenario me llamaban por microfono”.

Con una obra que abarca desde el folk intimista hasta la música pesada, Marina Fages plantea otra responsabilidad del público: la que debe tener, no con el artista sobre el escenario, sino con sus pares. “El límite que no hay que cruzar es el del dolor. Cuando estás en una y no estás respetando el cuerpo ajeno, pegando patadas a lo loco”. Habitué de la escena hardcore en sus primeros años recitaleros, Fages recuerda momentos donde las manifestaciones de alegría colectiva pasaban de castaño oscuro: “En Cemento había unos pogos violentísimos. Era medio el código, también. O sea: la gente iba ahí a hacerse mierda, a descargar cosas. Y el que no quería, no participaba. La banda y el público tenían una comunión re linda, re sarpada… y sí, de repente había algunos que se ponían a tirar piñas y todos se alejaban”.

Por último, nacido y criado en el tango pero siempre con un pie en el rock (imperdible su disco de versiones Menesunda: Tangolencia rockera de 2019), el cantor Cucuza Castiello disfruta de flexibilizar los límites “permitidos” para el estilo en el que se mueve: “Cuando canto un tango de Discépolo o de Manzi me gusta que haya un silencio, que por suerte se suele lograr… y que también se lo tiene que ganar el que canta, el que toca, eso también es cierto: no siempre es culpa del público. Pero me gusta cuando eso pasa y también me gusta cuando uno propone un poquito más la jarana”, dice. Su caso patrón involucra a un conocido, unos cuantos vasos de vino y el bar El Faro de Villa Urquiza, segunda casa de Cucuza desde hace 16 años: “En 2009 decidimos grabar un disco en vivo. Había una persona amiga mía que esa noche estaba muy escabiada desde temprano, y desde que empezamos a grabar empezó a mandar participación: la famosa frase ‘¡ese es mi pollo!”. Nos arruinó la grabación, tuve que volver a grabar el disco. Y después terminamos sacando una edición especial en CD con un track -el número 18- que tiene el nombre de esta persona y que incluye todas las intervenciones que tuvo a lo largo de la noche. Hicimos un compilado con todos los “¡ese es mi pollo!”. Así que hasta ese hecho que en su momento fue medio ‘fatídico’ terminó siendo algo muy risueño”.

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