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Columnistas

El boom de las canciones aceleradas: sé lo que quiero y lo quiero ya

canciones tiktok

Experimento: vamos a ver cuánto tiempo logramos que te quedes leyendo de corrido este texto sin chequear Instagram, ver TikTok, scrollear Twitter. Probablemente ya nos hayamos autosaboteado, sembrándote en la cabeza la idea de que por estar acá te estás perdiendo todo ese maravilloso mundo que está existiendo sin vos. ¿Y si alguien le puso like a tu último reel y vos todavía no lo viste? ¿Y si te retuiteó alguien a quién seguís? ¿Chequeaste si ya te cayó una notificación? En este momento podría haber una parva de videos chistosos y memes falopa desfilando por tu teléfono y vos estás mirando letritas, sin recarga de dopamina a la vista. ¿Seguís acá? ¿Cuánto vas a aguantar?

Pese a lo que se cree y se dice, el acortamiento del rango de atención no es un mal de las nuevas generaciones, sino uno generalizado en esta época: a cualquier edad es de lo más común distraerse con el smartphone o, por ejemplo, saltear canciones en listas de Spotify después de un par de segundos porque no nos atraparon de movida. Todo esto pasa por dos razones: 1) es mecánicamente posible y fácil, distinto de lo que sucedía cuando había que darle FFWD a un cassette hasta el siguiente tema o cuando las pilas del discman se morían de tanto skip; 2) cada cosa que no nos entretiene compite con un universo de cosas que en teoría sí nos podrían entretener, lo cual tampoco se daba cuando había televisión, radio y no mucho más, y ninguno era on demand. Con permiso de Karl: el ejército de reserva de la diversión condiciona directamente a la diversión activa, con lo cual ésta tiene que hacer concesiones si no quiere ser reemplazada. Así las cosas, no hay margen para construir climas, no hay inducciones moderadas, no hay crescendos posibles: dame lo que quiero ya mismo, porque si no me aburro y me voy.

El Jardín del Edén de este fenómeno es TikTok, una aplicación que encuentra su razón de ser en la brevedad y la superficialidad: el mismísimo chicle de la Internet. No es el intercambio de chicanas con saña de Twitter, no requiere el detalle estético de Instagram: lo único que pide (y lo único que da) es rapidez, tanto en la entrega como en la gratificación. Todo lo que el contenido tenga para ofrecer, lo tiene que desplegar en un puñado de segundos. Lo cual -siguiendo con la música- exacerba todavía más el apuro del pop, porque cómo hacer para que una canción dé lo mejor de sí en el parpadeo que dura un clip y no lo arruine. Teniendo en cuenta que viralizarse en TikTok puede construir una carrera (como solía pasar con la radio), la industria musical tenía que resolver esta disyuntiva si no se quería perder la gran vidriera de los años 20s, y a una mente siniestra y a la vez admirable se le ocurrió una solución: poner a disposición de los usuarios versiones aceleradas.

Uno puede imaginarse la reunión en la que se gestó esto: un ejecutivo muy capo preguntando cómo hacer que las estrofas y el estribillo de un tema se puedan escuchar en los veinte segundos que dura un video de TikTok y otro, quizás de menor rango, diciendo “y bueno, qué sé yo, pasemos la canción más rápido”, en lo que -no hay duda- era una joda y quedó. Es pragmatismo puro: el mismo tema en velocidad 1,5 dura mucho menos, palo y a la bolsa. Claro que esto trae un problema: los músicos se pasan meses en el estudio trabajando para que sus canciones salgan exactamente como ellos quieren, para que después los pibes las escuchen con la voz aguda como si fuera un cover de las Ardillitas, ¿estarían dispuestos a pauperizar su obra o tirarían la bronca? Para esto también se encontró una solución: darles plata.

Las versiones aceleradas de TikTok tienen una correlación con los plays de Spotify y YouTube: si se escucha mucho un tema en una app, también se escucha mucho en las otras, lo cual -como sabemos- genera dividendos. Pero había un problema: muchas veces el público nativo de TikTok no quería la versión “lenta” de la canción que conocía sino la misma, a las chapas, sin los silencios aburridos, con todo el punch en un ratito. Así que las discográficas subieron a las plataformas de streaming las mismísimas versiones aceleradas oficiales para el regocijo centennial, y los músicos estuvieron de acuerdo porque ganar dinero es muy satisfactorio. Esto fue creciendo más y más, y cuando nos quisimos dar cuenta Spotify armó su playlist oficial de Sped Up Songs.

Ahí, uno puede encontrar hits contemporáneos como “Kill Bill” de SZA, temas de hace unos diez años en su segundo aire como “Sure Thing” de Miguel y clásicos inmortales como “September” de Earth Wind & Fire o “Total Eclipse of the Heart” de Bonnie Tyler, que ahora es… esto que pueden escuchar acá.

No estamos hablando de cifras marginales precisamente. Ejemplo: Madonna lanzó su single “Back That Up to the Beat” el año pasado, con la canción en el lado A y la versión acelerada como lado B; la original lleva 20 millones de reproducciones y la acelerada aporta otros ocho millones. “Atlantis” del dúo inglés Seafret se viralizó en TikTok en velocidad 1,5, lo cual reportó en Spotify unos 490 millones de plays de la original, 33 millones más de la acelerada y ¡otros 59 millones de la extra acelerada!

Lo que queda preguntarse es cómo esta necesidad de inmediatez va a impactar en la composición en los años que vienen, teniendo en cuenta que la oferta del pop suele regirse por la demanda. ¿Qué impide que más y más artistas piensen sus canciones desde el vamos con estructuras en las que todos sus ganchos entren en lo que dura un video de TikTok? ¿Por qué no grabar temas que nazcan acelerados y después ofrecer versiones todavía más aceleradas para acaparar el mercado? Pero ojo, porque lo que parece un futuro distópico es más bien presente continuo: los estudios sobre “economía de la atención” demuestran que, por ejemplo, la introducción promedio de un hit de los 80 duraba veinte segundos y la de hoy, sólo cinco, porque no hay tiempo que perder.

Roxette se adelantó poniéndole a su grandes éxitos del 95 Don't Bore Us, Get to the Chorus! (“no nos aburran, ¡pasen al estribillo!”) pero se quedaron cortos: ¿Para qué diantres escribir y grabar todo lo que viene antes del estribillo? ¿Por qué no componer sólo estribillos? Mientras esto se redacta, la canción número 1 del Billboard Hot 100 es “Last Night” de Morgan Wallen, un tema country con una intro de nueve segundos que repite una y otra vez la misma estructura (un estribillo) durante sus 2:42 de extensión (si la canción es breve tiene más posibilidades de que se le dé replay al terminar: dos reproducciones al bolsillo en vez de una), con excepción de una especie de rapeo breve (el hip hop garpa, incluso si hacés country) que entra más o menos por la mitad. La prueba está: no hay demora que valga, casi nada merece una espera. Lo que tengas para mí, dámelo en los próximos diez segundos o te corro del medio. La dictadura del entretenimiento es así.