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Columnistas

Nadie fantasea con lo que no anhela

nadie

¿No se parece el mundo, a veces, a una de esas bolas de cristal con pequeñísimos edificios adentro, que al agitarlas todo se empapa de minúsculos copos blancos de nieve que caen aleatoria y elocuentemente en donde pueden y sin mapas ni objetivos previamente pactados que, más que copos de nieve, se parecen demasiado a reproches antiguos y ya gastados que emergen sorpresivamente cualquier jueves bien entrada la noche cuando uno se dispone a leer una novela de Rodrigo Fresán para no solo divertirse sino también, qué otro sentido tiene la literatura sino, aislarse del mundo bestial y aburrido y sumergirse en extravagantes vidas y escenarios con nieve y mar y lunas llenas? Sí: se parece. Demasiado. Asusta la similitud. La calma, la sacudida, el desastre. Todo en pocos segundos. Por eso, atención. El que se relaja, pierde.

Alguien prende y apaga la luz en el cielo. Incansablemente. Y llueve. Así, como la máxima expresión del verbo, estirado hasta rozar el límite en donde todo se corta; con rabia, como queriendo decir algo, que lo dice, aunque algunos se hagan los distraídos mientras escurren el trapo en un balde que más tarde vacían en el inodoro anhelando que el efecto circular del agua barra con todo, incluso, con su falta de consciencia. Maldita y condenatoria moral todoterreno de algunos. Llueve y la pregunta no es afirmativa, sino todo lo contrario: ¿por qué no para? Bueno, porque a veces en la vida es así: pasa todo, menos lo que esperamos. Algo parecido sucedió en el Rio Mississippi, hace casi cien años, aunque muchísimo más dramático y catastrófico; fue clasificada como la peor inundación de la historia aunque, ya lo sabemos, la magnitud de los sucesos sólo podemos medirla en nuestra propia carne, y es sabido, además, que con el paso del tiempo los recuerdos se hacen cada vez más chiquitos y livianos, quizá para que podamos cargarlos. La última tormenta siempre es la peor. Quizá, y seguramente, por la plusvalía del presente, que nada tiene de perfecto, sino todo lo contrario.

Salió el sol. No hay mal que dure cien años, digo yo, ni cuerpo que lo resista, contesta mi abuela, como un mantra. Siempre es el mismo juego de palabras; frases lanzadas esperando la respuesta conocida, igual que uno espera que el vecino devuelva la pelota que accidentalmente lanzamos a su patio. Ni cuerpo que lo aguante, contesta a veces, variando sutilmente la trama aunque no el desenlace. Y aunque las cosas casi siempre terminen de la misma manera, ósea volviendo incansablemente a empezar, una y otra vez, uno no puede evitar la sorpresa, la hermosa sensación de que algo nuevo se avecina, la capacidad de asombro, las inevitables ganas de que algunas cosas no cambien nunca, a pesar de que nunca hagamos lo mismo. O quizá, justamente, gracias a ello.

¿Será al revés? ¿No se parecen esas bolas de cristal con pequeñísimos edificios adentro y falsos copos de nieve, a veces, al mundo, a la vida? Al final, solo estamos desordenándolo todo, mientras intentamos poner las cosas en orden. Nadie fantasea con lo que no anhela: mientras el agua se ajetrea y las minúsculas estelas flotan indecisas e ignorando dónde caer, todo es posible. Todo. Lo mismo que olas que se arman y rompen y se vuelven a armar, sin cansancio ni queja. Todo es posible mientras las cosas estén en movimiento, y contenidas; mientras ningún verdugo devastador abra la mano y permita que el vidrio golpee fatalmente, y se rompa el hechizo.