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Sociedad

Todo el mundo duda, excepto los idiotas

Deambulando por las veredas de la madrugada, en ese horario tan precario y solitario en donde un ruido es también, y sobre todo, una amenaza infundada, todos nos volvemos expertos en eso de tejer telas de araña que más tarde dejamos colgadas en algún recoveco de nuestra memoria para que cualquier día, en cualquier lugar y sin importar demasiado en compañía de quién, bajen rodando por la escalera para cercenarnos a capa y espada.

Los pensamientos, al revés de los recuerdos, siempre portan carné de eternidad; lo mismo que cuando llueve y uno piensa que nunca va a parar. Al final qué diferencia hace si, tras tantos diluvios, ya somos expertos en eso de poner media docena de navajas en manos de un mono y después echar a andar y superar pensamientos con acción, igual que el ruido tapa al silencio, o el alcohol al dolor.

Escribí un texto bastante extenso y confuso, aunque revelador y acertado, en donde un hombre descubre que un día cualquiera, digamos un domingo, de repente se mira al espejo y no se reconoce. Estaba bastante bien pero siempre, en algún punto, algo me sonaba mal, o algo no pegaba, o era demasiado inverosímil, como el amor, y entonces lo borré y lo reescribí unas seis veces.

Lo eliminé. Al final la intención devino en el título de esta columna; era demasiado gre gre para inducir que todo el mundo duda, excepto los idiotas. Aunque, pensándolo bien, y aunque quizá ya sea tarde, era un buen texto; no lo tendría que haber borrado.

Vivimos en este mundo, en donde luchar suena a guerra y no en cambio, y acertadamente, en pasos hacia adelante. Ya nadie intenta hacer agujeros en el agua, me dijo hace pocos días un amigo mientras intentaba explicarme por qué había decidido dejar de intentar. No lo dijo así, pero fue la imagen que me regaló su descripción. Sonaba tan seguro, tan decidido, tan acertado. Y sin embargo yo sólo podía imaginármelo escapando. Supongo que es demasiado difícil ser uno mismo cuando todos esperan que seas otra persona.

Al final es como dijo aquél escritor Español: uno puede dormirse en cualquier parte, pero no puede despertarse en cualquier parte. Y sin embargo, me dijo, dormía como nunca antes había podido: diez horas sin interrupciones y delimitadas, finalmente, por unas incorruptibles ganas de ir al baño. Eso es vida, pensé yo, aunque después lo entendí: desvelarse no es un lujo que puedan darse quienes se debaten entre salvar, o escapar, de una casa ardiendo.

Y además: no sirve de nada eso de intentar borrar todo de cuajo haciéndolo arder en una pira; a veces hay que reír últimos y agarrarse del clavo y cavar la fosa lentamente, para luego tapiar los capítulos de fracaso y desilusión. La vida nos da el fuego, pienso, y debemos aprender a caer de pié. Y encima no podemos -coherencia por favor- disparar al mensajero. Son las cuatro de la mañana, soy un perro y un gato, un francotirador apuntando a un espejo, un cuerpo alérgico a eso de los paños fríos y la autocompasión. Al final siempre somos nuestros mejores y más íntimos enemigos: no recordamos algunos sucesos pero sí el dolor, igual que quien ha perdido la casa pero aún conserva la llave. De eso vale vida: de tirar las llaves.

Algunos textos, como algunos días, no son sino un reflejo de la realidad. Otros, en cambio, son relámpagos cortísimos aunque certeros, de viajes que alguna vez hicimos y haremos otra vez, igual que la dignidad que conserva un sueño ya gastado que nunca dejamos de evocar. A veces, cuando entra el primer rayo de sol por la ventana, se genera un momento breve y precioso, y uno comprende que allá atrás ya no queda nada, que el pasado no es ni más ni menos certero que el presente o el futuro, y que cuando uno no juega, todos las cartas son iguales.

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