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Columnistas

El nuevo nu metal: el género más “macho” vuelve inclusivo

nu metal

Por un lado, alcanza con ver diez minutos de cualquiera de los dos documentales sobre Woodstock 99 (“Trainwreck”por Netflix o “Peace, Love, and Rage” por HBO) para darse cuenta de que no había forma de que no empezaran a surgir bandas jóvenes que rescataran el estilo que hacía de la masculinidad tóxica y guaranga su bandera, en estas épocas en las que la -digámosle- energía contenida incel llega incluso a ser la base de ciertas propuestas políticas.

También parece un paso lógico en la sucesión de modas y cómo se muerden la cola: veníamos viendo un tímido pero sostenido revival del sonido grunge y alternativo de principios de los 90 y, por meras cuestiones cronológicas, es razonable que asome la cabeza lo que vino después de aquello en la consideración del público rockero. Aunque a algunos ahora pueda resultarle insólito, hay que decir que el nu metal no era una opción dentro del mainstream a fines de los 90: era la opción, el mainstream mismo, la única apuesta del conglomerado de edición y difusión de música masiva. Las discográficas fichaban cualquier cosa que sonara nu metal o se vistiera como tal (de ahí la cadena que empieza con buenas bandas como Korn y termina con esperpentos como Crazy Town) y la MTV, que ya no tenía Nirvanas para pasar, se dedicaba a enhebrar videos del género como si jamás se hubiera grabado otra cosa. Así, los pibitos descubrieron hace un par de años los discos de Pearl Jam de sus papás y ahora otros pibitos, más jóvenes todavía, le están echando mano a Significant Other (1999) de Limp Bizkit.

Hasta ahí todo razonable. Lo que no vimos venir es que aquel género que, como decíamos, trascendió como la representación musical de un gordo blanco rubio estadounidense de la fraternidad Alpha Beta Epsilon que se aplasta latas de cerveza vacías en la frente (dejamos un asterisco acá para señalar que esta descripción es, a propósito, sesgada) pudiera volver encarnado en artistas mujeres o sosteniendo banderas de las causas sociales, queer o BIPOC (“negro, indígena y persona de color”, por su sigla en inglés).

“Quería hacer una especie de música agresiva y clown. Quería que fuera desconcertante, extraño, lo opuesto a la linda música rock de chicas indie”, dijo Sasami, una artista estadounidense de raíces asiáticas que nació en 1990 (o sea: cuando Linkin Park sacó Hybrid Theory tenía diez años) y que migró de un sonido amigable experimental pero amigable en su primer disco homónimo del 2019 a una mugre arrasadora y riffera en Squeeze de 2022. Ahí parece estar la clave: reaccionar a los buenos modos del pop -saturado de baile y amor y desamor y percusión y sintes- haciendo música que ni las chicas buenas ni lo que el mainstream entiende por chicas malas están haciendo. Y acá es donde resolvemos el asterisco del párrafo anterior, porque el primer impulso es asociar la declaración de Sasami el nu metal con una asimilación de aquella energía masculina y -en criollo- boludona que transmite el género, pero eso sería quedarse sólo con una parte de la escena. Es cien por ciento real que existió el tocaculos de Fred Durst, transpirado en bermudas, cantando “es uno de esos días en los que me siento como un tren de carga, el primero que se queje se va con una mancha de sangre, ¡carajo, soy un maniático!”, pero igual de cierto es que bandas como Korn o Deftones se alimentaban mucho más de la oscuridad y la angustia que de la bravuconada. El nu metal era, en parte, el estilo con el que los atletas de la prepa se emborrachaban y salían a patear crotos, pero mucho más era el que le salvaba la vida al pibe raro al que aquellos gansos le hacían bullying. Así, la “usurpación” del nu metal por parte de artistas mujeres en 2023 parece una jugada maestra: es honrar una tradición y a la vez robarle el grito a los trolls que les piden que muestren las tetas en Instagram.

En estos tiempos de agresión constante, los músicos jóvenes eligen el nu metal, no para hacerse los guapos, sino para gritar más fuerte que cualquier acosador. Ejemplo: Bloodywood, una banda de la India que empezó haciendo covers medio en joda y terminó convirtiéndose en algo más que serio, lanzó hace un año “Dana Dan”, una denuncia al problema de las agresiones sexuales en su país. “Es un comentario explícito sobre la violencia sexual y la necesidad de eliminarla. Empieza con la furia reflexiva, casi homicida que sentimos cuando escuchamos sobre estos crímenes, antes de pasar a otro nivel donde llamamos a las armas. Y termina con un acercamiento gentil a que todos pensemos el rol que desempeñamos en crear un mundo en el que las atrocidades de esta naturaleza tengan lugar y a que nos comprometamos a eliminarlas entre todos”, dijeron. La primera estrofa del tema lo deja en claro: “Le meto una piña en la cara a un violador y sí, lo grabo para que lo disfruten todas las caras anónimas que él lastima”. Eso, como corresponde al género: en clave de hip hop, sobre un riff angular y furioso.

Por ahí pasa el revival del nu metal que se está viendo en artistas como los nombrados o como Darke Complex o Rina Sawayama: por gritar sin odiar. Por pararse bien de manos, no para atacar, sino para dejar en claro que nadie los va a pasar por arriba. No es casual que haya veinteañeros que empaticen con el agobio de los jóvenes estadounidenses de fines del siglo pasado y principios de éste: aquella era la generación de la guerra, de las primeras matanzas en colegios, del terrorismo en suelo propio; ésta, la de la ultraderecha tolerada, la violencia 24/7 por todos los medios y la amenaza del apocalipsis ambiental inminente. Pero no hay un ejercicio de autoconmiseración ni fanfarronería ni panfletismo: no se ve el “¿te importaría si me muero desangrado?” de Papa Roach ni al siome de Vanilla Ice reconvertido en guacho pulenta ni ninguna de las consignas explícitas de Rage Against the Machine. Lo que hay es conciencia y expresión, y hartazgo de una industria que no para de escupir clones. ¿Y qué no hay? Miedo. De eso, ni un poco. 

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