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Columnistas

El nuevo under y la falsa revolución

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Por Juan Álvarez Tolosa

En la planta baja del CCK se hace cola para subir al último piso, donde va a tocar Dum Chica. La banda es parte de lo que se empezó a llamar el nuevo under, una escena que busca “devolver la fe” al rock nacional. La movida está vinculada con el punk y el post-punk, con un quiebre contra el indie y una búsqueda de influencias más inclinada hacia Sumo o Cerati que hacia Spinetta.

El público de Dum Chica sigue los lineamientos de lo que se supone que es el punk: ojos delineados y uñas negras, ropa rota, peinados hacia arriba. Se ríen y esperan con paciencia el ascensor, como un revival que rescató la estética del movimiento, pero no la rabia.

Al rato, en los vidrios de la cúpula del CCK se refleja el escenario. La cantante Lucila Storino grita el repertorio y los bajos rebotan contra las paredes. “¿Quieren mover las cachas?”, dice y hace pucherito. “Porfi, porfi”. Se tira al piso entre la gente y canta las letras que son menos repelentes de lo que suenan: una mezcla de influencias y nostalgia de un tiempo que no se vivió. “Ey, ey”, grita, “cambié el compact, cambié el CD, / por el boombox suena real felicidad”.

De Dum Chica se dice que es “una locomotora de protopunk fantasmal” o “punk primal para sacudirse”. Hubo algo de polémica hace unos días, cuando los Winona Riders, la banda más conocida de la escena, dijeron que el under había estado muerto por diez años y que ellos venían a resucitarlo. ¿Pero cuánto pueden arrogarse los títulos de punk o under bandas que tocan en el centro cultural más oficial del país o en festivales como el Music Wins?

De hecho, es llamativa la obsesión por pertenecer a ese movimiento, que fue revolucionario pero que ya es parte de lo aceptado y de la nostalgia. Las bandas aparentan desgracias ajenas y de otra época, como si no supieran que encajan.

Al día siguiente, Divididos llena Vélez y canta sobre “un pseudo punkito, con el acento finito” que “quiere hacerse el chico malo, / tuerce la boca, se arregla el pelito, / toma un trago y vuelve a Belgrano”. Pero todos saben que sus versiones de Sumo no son impostadas ni una oda al pasado, sino su propia identidad. Mollo invita al escenario a La Renga, “que hace mucho tiempo que no toca en Capital” por diferencias políticas e inhabilitaciones, y deja en evidencia la ironía: son aún estas bandas, ya más que consagradas, las que transgreden las imposiciones a la música.

Es verdad lo que dicen algunas notas sobre el nuevo under: Buenos Aires explota de energía y se siente que algo se está gestando. Pero así se mantiene. Por alguna razón, no termina de cambiar nada ni de generar un impacto.

A los pocos días, la mitad del público que espera para entrar a El Emergente se queda afuera del recital de Sakatumba. Mientras, la grilla le da el espacio a Placeres Desconocidos, una “fiesta post-punk”.

Cuando el set termina y el público se amontona contra el escenario, un pibe pide silencio y presenta a la banda. “Como saben”, dice, “empezaron tocando covers de Flema y 2 Minutos”. Las influencias prometen, pero hay algo de la búsqueda o la novedad que brilla por su ausencia. El tinte es conservador, como la fanática que dice “Quiero sentir lo que mis padres vivieron” y se centra en lo material (casetes, Musimundo) en lugar del cambio o la incertidumbre. Hoy el punk es una institución y hasta la municipalidad de Lanús pintó un mural de 2 Minutos en Valentín Alsina. Mala Fama tocó en un acto del gobierno y la Ciudad organiza festivales de cumbia y trap. Capaz la rebeldía ya no esté en un ritmo. O capaz hace falta otro nuevo, que provoque o incomode en lugar de regodearse en el apoyo de la crítica.

Sakatumba aparece en el escenario. Si son “post punk y urgencia post pandémica”, por lo menos plantea un cambio de tema: el desequilibrio que se ve en las estadísticas de ansiedad y depresión en jóvenes después de la pandemia.

Al principio, las distorsiones y el teclado aplacan la voz, y la música resuena a Sonic Youth, The Jesus and Mary Chain, My Bloody Valentine. Toda esa nebulosa terminológica se mezcla en la cabeza: new wave, shoegaze, synth-pop, post-punk, dream-pop. Las letras son menos sobre la sociedad que sobre la intimidad. De ahí también un vínculo con el post-punk. Pero, a diferencia de esas bandas, ya no hay una juventud disruptiva en el capitalismo salvaje tras medio siglo de guerras, sino una a la que el encierro y los avances tecnológicos llevan a replicar el pasado.

Por momentos aparece un ritmo más primitivo: la letra de “Ropa equivocada” suena relevante en el ambiente poblado de minorías sexuales, pero es difícil separar a la queja del show. Si en el pasado la música acompañaba los disturbios de una sociedad caldeada, ahora se mantiene al margen. Canta, sí, pero para cuando el recital termine todo habrá vuelto a como estaba antes.

Llegan los bises, y a una versión pegada a la original de “En la ciudad de la furia” le sigue aquella supuesta primera canción del punk: “Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta, / echemos abajo la estación del tren, / demoler, demoler, demoler, demoler”.

Como una presencia inevitable de Inglaterra en estos ritmos, la misma semana se presenta Dry Cleaning en Niceto. Su líder, Florence Shaw, dice que no sabe cantar y por eso habla por debajo del martilleo de las cuerdas y la percusión. A la banda se la vincula con el post-punk porque heredan un sonido, pero también porque no se quedan en eso. Experimentan. El spoken word, poco común en el género, se repite en su colaboración con Sleaford Mods, un dúo que rapea el desprecio por la sociedad sobre un techno que tiene más en común con las raves de Costanera Norte que con The Clash. En Argentina, Dillom se descolgó del trap y juntó esa retórica con un punk autoconsciente y paródico en “Ola de suicidios”. Como los Sleaford Mods y como Dry Cleaning, crea algo nuevo al mezclar ingredientes viejos. A fin de cuentas, es todo lo que se puede hacer.

Pero la escena sigue latiendo. En El Emergente, Sakatumba reaparece como telonera de Winona Riders.

Con esta banda se notan influencias diferentes al resto. A veces se menciona al punk en sus perfiles, pero la descripción vira más hacia “rock alternativo” o “psicodélico”. Lo curioso es cómo los músicos asumen, a su vez, lo que los medios tradicionales les adjudican y les elogian, además del apoyo al festival Nuevo Día, emblema de la movida. Es una especie de tregua entre bandos siempre enemistados: la supuesta contracultura y el poder.

El recital vuelve a estar precedido por una fiesta, esta vez electrónica. Al salir al escenario, los Winona Riders dan un show casi por completo instrumental que sigue con ese sonido. La recuperación en este caso es valiosa, porque no continúa algo establecido sino que pone a la banda en un lugar que había perdido frente al DJ, el de conducir desde el escenario una rave pura y dura.

Hace poco la banda sacó su primer disco de estudio, que irónicamente se llama Esto es lo que obtenés cuando te cansás de lo que ya obtuviste. Al lado de la puerta se venden los CDs producidos por ellos mismos, abanderados de una de las causas del nuevo under: el DIY (hacelo vos mismo). El concepto era típico del punk y el post-punk en los setenta y ochenta. Pero una disección mínima lo revela obsoleto. Si la iniciativa propia era revolucionaria en una época de desindividuación extrema de los trabajadores, hoy pasa lo contrario: la sociedad vende todo el tiempo el éxito de los emprendedores, que toman los riesgos en lugar de las empresas y cuya contracara en Argentina son los miles de monotributistas precarizados. El DIY es el instrumento opresivo de la economía actual. Si las circunstancias cambian, las herramientas revolucionarias no pueden ser las mismas.

Y si por fin se habla de revolución, es porque Winona Riders asume esa empresa y con bastante soberbia. Esta revolución, en todo caso, es eso que aún no generó nada sustantivo, que sigue demasiado encariñada con las revoluciones del pasado como para cambiar algo del presente.

Mientras toca la banda, el escenario no es el escenario sino todo El Emergente, y la obra no es la música sino todo lo que pasa alrededor. No es muy distinto a cuando un grupo de actores se juntaron en el set de 24 Hour Party People para recrear un recital de los Sex Pistols en Manchester. El personaje de Tony Wilson le habla a cámara, pero se centra en el público, donde estaban los futuros integrantes de Buzzcocks y Joy Division, Morrissey y varios más. Allá, también, algo se estaba gestando, algo que solo iba a surgir cuando esos personajes se animaran a soltar la mano de los que los habían llevado hasta ahí.

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