“Laura quedate quieta, por favor, que me ponés nerviosa”. Era la cuarta vez que lo decía y, a pesar de que con cada repetición, el tono se volvía más agresivo, Laura la ignoraba, siempre, y hacía lo que quería.“Quedate quieta”, gritó Silvia por última vez y, a pesar de lograr que Laura se quedara quieta, se sintió mal. Silvia nunca sabía si era la insistencia o el grito lo que la hacía lograr su cometido. Pensó que la próxima vez probaría directamente con el grito, para despejar la duda, aunque gritar le traía malos recuerdos y la haría sentir como si fuera su madre, y Silvia odiaba a su madre. Pensó en ella por un instante, apenas dos segundos, quizá tres, e imaginó cómo estaría ella, si ya tendría ochenta y dos u ochenta y tres, la imaginó sola en aquel asilo, hizo una mueca y la olvidó.
Su mamá se llamaba Marta. Y Marta le gritaba mucho y le pegaba cuando ella era chica. Todo eso estaba difuso en su mente, como si alguien se lo hubiera contado y ella absorbido como verdad y parte de su historia. A veces es así: hay recuerdos que son prestados. Otros, en cambio, fueron grabados como yerra. Cuando pensaba en su niñez Silvia aún podía sentir el ardor de los golpes y el vacío en el centro del pecho. Laura se empezó a mover nuevamente y Silvia se sonrió y sacudió su cabeza.
Era tarde y afuera llovía. La luz del reflector de la vereda se colaba por la ventana, y también la sombra del árbol meciéndose por el viento. Cuando se movía con furia Silvia resoplaba porque la sombra no la dejaba ver el teclado de su computadora. Silvia escribía apurada. Tenía que entregar el artículo antes de la medianoche y aún debía comer, si no quería desmayarse de hambre, y bañarse. Silvia amontonaba obligaciones en espacios de tiempo reducido, se divertía haciéndolo, se desafiaba. “Terminar las quinientas treinta y tres palabras que me restan, preparar un sandwich, comer, fumar un cigarrillo, bañarme, enviar artículo”. Le gustaba el límite y apretar el “enviar” apenas un minuto antes de la hora pactada. Tan solo pensar en que se podía cortar la luz o que algún otro acontecimiento podía hacerla trastabillar en su llegada a tiempo, la excitaba aún más.
Le habló a Laura, le dijo que llegaría bien, que incluso tenía tiempo de preparar y tomar un café después del cigarrillo. Laura la miró fijo a los ojos y Silvia rió. Siguió escribiendo. El viento empezó a soplar con más fuerza y la copa del árbol de la vereda oscilaba; la luz del farol llegaba entrecortada al interior de la casa y el teclado era una sopa de letras. Silvia dejó de escribir y mientras miraba sus manos pensó en el daño que pueden hacer si son mal intencionadas. Volvió a su madre. Casi nunca pensaba en ella pero, cuando lo hacía, como si fuera una serendipia negativa, después se le hacía muy difícil dejarla ir. “Hija de puta”, susurró. Se vió a ella misma corriendo por el pasillo de su antigua casa, gritando desesperada. “Si las intenciones hubieran sido otras, ese recuerdo podría ser hermoso”, pensó.
Pero veía su cara invadida por el pánico, la temerosa desesperación acelerando sus pasos para no ser alcanzada por Marta. “No era una niña corriendo; era una niña escapando”, dijo y volvió a mirar sus manos. Se preguntó si serían parecidas a las de Marta, si ella también tendría las venas anchas, las uñas débiles, el pulgar curvo. “Hija de puta”, repitió.
Sintió un escalofrío en su espalda, era su cuerpo generando calor para combatir su propio frío. Era un síntoma. Uno que nacía con el siguiente recuerdo que la asaltaba. Ahora estaba acostada en la cama, con sus rodillas plegadas sobre su pecho. Silvia no la veía, pero sabía que su espalda estaba roja, golpeada. Y en su recuerdo lloraba. Cerró sus ojos y giró la cabeza hacia un lado y hacia el otro, y su cuello sonó seco. Cerró la tapa de la computadora y fue a la cocina a preparar comida. Laura la miraba atenta. Silvia preparó su cena en silencio, inexpresiva, y comió parada, mirando la lluvia caer a través de la ventana. Preparó café y encendió un cigarrillo y se sentó frente a la computadora.
“Laura quedate quieta por favor, que me desconcentro”, dijo suavemente. Y Laura lo hizo: se recostó sobre sus pies y Silvia sintió el calor del pelaje y sonrió. Terminó el artículo y lo envió. Cuando apretó el botón se sorprendió de lo que había hecho: aún faltaba una hora para la medianoche. Corrió la silla y se agachó a acariciar a Laura, que aún calentaba sus pies. Sus dedos desaparecían en medio de la melena color arena de Laura, y aparecían nuevamente. Sus manos escribían artículos y preparaban sandwiches y acariciaban a Laura. Y le sobraba tiempo.