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Columnistas

Día de la Niñez: en busca del juguete universal

Cuál es el juguete universal que no se vende en ninguna juguetería. La idea de juguetes que hagan algo. La cuestión del tamaño. Y por qué el juguete didáctico esconde una forma de perversión.

Hay un juguete universal que no se vende en ninguna juguetería. Es gratis y todos juegan con él. Pero no cuenta con una gran consideración social ni con el reconocimiento de organizaciones dedicadas a la infancia. Se trata de El Palo.

No falla: cualquier chico que ve un palo tirado lo agarra y juega con él. Lo monta y es un caballo, también puede ser una espada, o un tren. Pero muchas veces es simplemente un palo y nada más. Un juguete que marca surcos en la tierra o en el agua. Suficiente, sirve para jugar.

Quizás El Palo sea el juguete universal, el mejor. Si no se consiguiera en la naturaleza todos querrían tenerlo. Los venderían carísimos en las jugueterías. Y los chicos tirarían las playstation que caen de los árboles sólo para poder comprarse un palo. Lo pedirían como regalo para esa celebración del tercer domingo de agosto que cuesta tanto nombrar. Lo que era el Día del Niño es ahora de Les Niñes, Chiques, Infancias o Niñez. Pero hacer coincidir lo que se nombra con la realidad es siempre un desafío trunco. El mapa no es el territorio, se sabe.

Los chicos tirarían las playstation que caen de los árboles sólo para poder comprarse el juguete universal.

La onda inclusiva no llegó aún a las grandes cadenas de jugueterías. Allí todavía están bien delimitados los sectores de juguetes para nenes y para nenas. El área de color rosa/fucsia/lila es la de ellas, y el de todos los otros colores es la de ellos. De un lado persisten las muñecas con sus bebés –ahora atemperadas por unicornios con brillantina-, y del otro los autitos y tractores. En el medio hay de todo, aunque persiste una línea divisoria que el mundo adulto marca, pero no nombra.

Si existiera una corporación de la niñez -algo así como un sindicato de la infancia que estuviera manejado por los propios pibes- seguramente protestaría porque los adultos no saben comprar juguetes.

Si existiera una corporación de la niñez protestaría porque los adultos no saben comprar juguetes.

“¿Y éste qué hace?”  es la pregunta adulta disparada hacia el vendedor de un juguete caro. Es que los niños mayores de 40 -que hoy son padres- aspiraban en sus infancias a tener juguetes que hicieran cosas.

Muñecas que hablan, bebés que lloran y se hacen pis, autos que andan a control remoto, muñecos que se mueven y encienden luces de colores, son algunos de aquellos exponentes que funcionaban con pilas. La exaltación de lo automático fue una línea rectora de esa generación que creció con la idea de que el mejor juguete era aquel que hiciera algo, incluso que llegara al colmo de jugar solo. Se aburrieron.

Cualquier juguete es bueno mientras sirva para jugar. Y para eso la cuestión del tamaño es un factor clave. Muchos de los objetos del mundo adulto pueden transformarse en juguetes con una sencilla intervención: achicándolos. Lo saben muy bien los fabricantes de autitos que redujeron los vehículos reales a un tamaño jugable. La escala 1-64 se mantiene hace años como el clásico de los autitos de colección.

El asunto de las escalas es un tema serio que los chicos no subestiman cuando se les hace difícil jugar con las estaciones de servicio que tienen los surtidores más grandes que los autos, o con los peines de las muñecas que tienen el tamaño de un rastrillo.

Una de las características más buscadas en los juguetes es que imiten la realidad del mundo adulto. Entre los casos más emblemáticos están los juguetes de oficios: el juego de médico viene con estetoscopito y termómetrito, el de carpintero con serruchito y martillito, y el de cocinero con ollitas y cubiertitos. Todo en diminutivo. En diminutivitos.

Pero hay un fantasma que recorre las jugueterías asustando a los niños. Se trata del juguete didáctico, la opción vegana de los juguetes.

El juguete didáctico es la opción vegana de los juguetes.

Lo que se presenta como una cosa para hacer otra a la vez es una forma de perversión. Con la excusa siniestra de que el niño aprende mientras juega se justifica cualquier argumento.

El colmo del juguete didáctico y políticamente correcto es el juguete de madera, casi un anti-juguete.

“¡La madera es para los muebles!” gritará alguna vez un niño al recibir uno de esos juguetes ecológicos que curiosamente están hechos con fragmentos de bosques.

Mientras tanto se escuchan las instrucciones de los adultos que explican a los niños cómo jugar con eso que tanto les gusta (a ellos). “El juguete de madera también sirve de adorno y es para toda la vida”, dicen en defensa propia frente a un reproche que no llega, pero intuyen.

Y más temprano que tarde, cuando un niño intente hacer jugable aquel objeto de madera que tanto se le resiste, le dirán “cuidado que se rompe”. Será la última advertencia antes del sinceramiento final, cuando el niño escuche lo que ya sabía desde el primer día: “eso no es para jugar”.

Si hoy pudieran hablar aquellos chicos que fuimos alguna vez, seguramente dirían que los juguetes de madera son muy aburridos. Todos, excepto uno: El Palo.

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