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Columnistas

Lo que se dice buena suerte

Portada para "Lo que se dice buena suerte"

María también sabe que no importa cuán alto esté el puente, el río siempre estará en el mismo lugar; y se despierta pensando en eso, se imagina cruzándolo, lo mismo que quien enciende una luz en medio de la noche, pero siempre le pasa lo mismo: cuando aprende todas las respuestas, las preguntas cambian. María se siente sola y cansada, como quien huye de una tormenta, igual que quien persigue un ruido, en una casa vacía; y se mira en el espejo, se arregla, busca con la mirada un recuerdo, y después piensa en el puente tendido, en el río revuelto, en las veces que lo tuvo todo y lo perdió, en los lugares a los que volvió, aunque ya no estaban ahí: en las veces que enterrando un tesoro, lo perdió.

No es mucho pedir, piensa, después de todo hay quienes pueden prescindir de eso toda su vida, igual que quienes se conforman con ver el mar, en sus propias lágrimas. De qué habla Maria: de todo. De todo y de nada, a cara o cruz, así es María, y le gusta ser así. Sabe que es difícil, que le va la vida en eso, y que más complejo aún es saber que quizá nunca lo alcance; pero cuando se sincera, cuando razona en silencio y en soledad, no puede evitar admitir y reconocer que lo más difícil de todo es, en verdad, saber qué desea con puntillosa exactitud, que ninguna fracción será suficiente, y que otros lo tienen casi sin esfuerzo, así por condición, como el color de ojos o el desayuno servido.

De qué habla María. Qué importa. Da igual el naufragio, lo que importa es el rescate. Llegar, eso quiere María, alcanzar un lugar, un espacio, reposar la desesperación, beber del agua que siempre quizo beber, prescindir de las luces, cerrar los ojos y seguir viéndolo todo. María es fuerte y, cuando no, hace pie en el recuerdo de que alguna vez lo fué; lo mismo que el fuego que se despierta con una ráfaga de aliento. María sabe que el puente no existe, que debe construirlo a cada paso, que se va a caer, que el golpe va a costarle y a doler. Pero María también sabe que el dolor a veces es solo eso: un cuchillo que nos atraviesa y nos desahucia sin enseñanza, sin explicación, sin para qué, y otras tantas, casi siempre, el dolor es una mentira sin derrotados, sin bajas; una excusa en la que afilar nuestra revancha.

Parafraseando al poeta Miguel Hernandez: Tristes, tristes vidas las que, para subir, necesitan escalar sobre las cabezas de los demás. Tristes, piensa María y trabaja a destajo, sin distracciones, con una obstinación todoterreno. Tristes. Lo que nadie dice, lo que nadie te advierte, piensa María, es que con el trabajo no alcanza, con el esmero tampoco, ni siquiera con la obsesión, ni con la terquedad de un caballo enojado, ni con una vocación interminable, no: siempre hace falta algo más, qué más. Eso es, piensa María, que no lo afirma pero lo sospecha, que no lo grita pero le bloquea la garganta, hace falta todo eso y, también, un pedazo de buena suerte.

Por eso ahora despierta y dice que las cosas van a andar bien, que florecerán las siembras, que el sol dejará de ser un francotirador, y que su boca con dientes por fin comerá pan. Y va a salir a la calle y va a cruzar el puente de ida y vuelta sin dudar, porque María también sabe que sólo en la oscuridad tiene sentido encender una vela, que el orgullo es una trampa, y la resignación, lo mismo que comprar una parcela a la mitad de la vida. Suerte, eso necesita, lo que se dice buena suerte; que suene el teléfono y atender la llamada.

Foto: @tico_cid.

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