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Columnistas

Vientres indígenas y africanos: conquista, esclavización y servidumbre

Por AAIHMEG

En uno de los cuentos más impactantes de Historia universal de la infamia, Jorge Luis Borges relata la historia de “El atroz redentor Lazarus Morell”. Morell era un blanco sureño pobre que, para ganarse la vida, engañaba a esclavos de plantación incitándolos a escapar, fingir una reventa, compartir las ganancias y sacarlos luego a algún estado del Norte. Lejos de concretar el trato, Morell engañaba repetidas veces a sus socios cautivos y se quedaba con casi todo el dinero. Cuando corría el riesgo de ser descubierto asesinaba a sus víctimas, pegándoles un tiro junto al río. En el origen de este “atroz redentor” –como lo llamaba Borges– estaba otro “terrible bienhechor”. Borges lo explicaba así:

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos.

Para 1935, cuando Borges publicó su cuento, las acusaciones a Las Casas por haber fomentado el tráfico esclavista ya tenían una larga historia y, de hecho, varios capítulos rioplatenses previos. El primero seguramente había sido el escrito en 1816 por Gregorio Funes (1749-1829). En una nota al pie de su Ensayo de la Historia Civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán -primera obra de la historiografía argentina- sostenía que: El deseo de aliviar a los indios el pesado yugo de la tiranía que les imponían los conquistadores hizo que en 1517 se adoptase el proyecto de Las Casas, […] de buscar esclavos en el África. Proyecto a la verdad, que debió tenerse por igualmente inhumano, a no haberse olvidado que los negros eran también hijos de Adán.

Para explotar recursos naturales, construir ciudades y controlar territorios, los conquistadores recurrieron al trabajo voluntario o no de los pueblos originarios.

El comentario podría haber pasado desapercibido, como suelen hacerlo las notas al pie, y Funes –también él dueño de esclavos– nunca más haber escrito sobre el tema. Sin embargo, en 1818 Bernardino Rivadavia le escribió una carta desde París, donde se encontraba en misión diplomática. Le contaba que había hecho circular su síntesis de la historia del país entre “varios sabios de esta capital” y que uno de ellos, “conocido en especial por su filantropía universal y religiosa”, había tenido una “impresión dolorosa” al leer sus aserciones sobre la responsabilidad de Las Casas en el tráfico de esclavos. El “sabio” era Henri Grégoire (1750-1831), un cura republicano, antiguo diputado de la Asamblea Nacional, miembro de la Société des Amis des Noirs, quien había escrito una “Apología de Las Casas obispo de Chiapa” buscando refutar la responsabilidad del “protector de los indios” en la promoción de la esclavitud de los negros.

Las piezas de este debate podrían multiplicarse, pero me detengo aquí porque ellas bastan para marcar dos cuestiones que en relación a esta conmemoración del 12 de octubre quisiera resaltar. 

En primer lugar, la profunda relación que tuvieron la esclavización indígena y la esclavización de africanos en América. Para explotar recursos naturales, construir ciudades y controlar territorios, los conquistadores recurrieron al trabajo voluntario o no de los pueblos originarios. No sólo las enfermedades, sino también los violentos regímenes de trabajo compulsivo impuestos a los indígenas, produjeron un colapso demográfico en los primeros años de la conquista. La denuncia de Las Casas y otros dominicos sobre esos tratos y la mortalidad indígena impulsaron a la Corona española a prohibir formalmente la esclavización de los nativos americanos pero, a cambio, se crearon (y retomaron, desnaturalizándolas) una serie de mecanismos de provisión de trabajo gratuito y forzado que implicaron más violencia y la desarticulación o sujeción de las comunidades. A la par de estas formas de trabajo compulsivo gratuito indígena, sin esclavitud legal, se levantaría el enorme negocio de secuestro y explotación de personas que fue la trata transatlántica de africanos. En 350 años de tráfico, más de doce millones de mujeres y varones fueron capturados en África y vendidos como esclavas y esclavos en el circuito del Atlántico. Casi doscientas mil de esas de personas ingresaron por los puertos rioplatenses.

Se consideraba que la esclavitud se transmitía por el vientre materno.

Contra la memoria pública prevaleciente en Argentina, ambas formas de explotación laboral y vital -esclavitud africana legalizada y esclavitud informal indígena- ocurrieron en el Río de la Plata y por ello no es extraño que letrados locales como Funes fueran parte de esta discusión. Ese debate no es sino una pequeña faceta del carácter constitutivo de ambas esclavitudes en la historia argentina, una cuestión que fue luego silenciada y olvidada. 

En segundo lugar, la diferencia entre ambas formas de esclavización y sujeción fue clave tanto en la definición de las condiciones de vida como en las estrategias de supervivencia, libertad y movilidad de las personas catalogadas de esta forma. Se estableció una profunda relación entre estatus racial, condición jurídica y carga laboral. En ese esquema, las mujeres tuvieron un rol material y simbólico clave. Ellas serían designadas como responsables de determinar la condición racial, ergo, legal, social y laboral de sus hijos e hijas dado que se consideraba que la esclavitud se transmitía por el vientre materno. En un gesto más de cosificación, el derecho establecía que, tal como era el caso de los animales y sus crías, los hijos e hijas de esclavas “seguían” la condición y propiedad de sus madres. 

La importancia de esta distinción que puede parecer lejana y abstracta puede acercarse y comprenderse mejor a través de la ventana que nos ofrece un caso entre tantos. En 1835, en Tucumán, Gregorio Gallo estando “en estado de servidumbre” se presentó en la justicia para probar su libertad. En su escrito explicaba que “mi madre Juana ya finada fue hija de una indígena hecha cautiva en las correrías de aquel tiempo y destinada a la casa de la hermana de la referida Doña Juliana [Alsogaray]. En poder de aquella… [parió] a mi madre… [quien] estando de pechos [pasó a casa] de esta señora donde prevaliéndose de su estado indefenso detentaron su libertad”. 

Como vemos, la biografía de Gregorio era el resultado de una larga cadena de violencias padecidas por las mujeres indígenas de su familia: una abuela capturada en correrías y retenida como cautiva; una madre, separada de la suya “estando de pechos”, y convertida en esclava sin posibilidad de defensa. Esa cadena terminó atando a Gregorio a un cautiverio ilegítimo que intentó contradecir ante los jueces y con testigos. Aunque no podemos contar aquí los pormenores del largo juicio, su presentación nos sirve para comprender varias realidades constitutivas de nuestra historia: que la esclavitud indígena y la africana se siguieron entrelazando por siglos en nuestro suelo; que el debate sobre los vientres y la maternidad permeó las prácticas de esclavización y las luchas por la libertad, incluso luego de roto el vínculo colonial; y finalmente, que los protagonistas centrales de esas luchas por la emancipación no fueron los grandes “redentores” o “bienhechores” -cuyas contradicciones ya marcaba Borges- sino los hombres y mujeres que padecieron cotidianamente esas prácticas de racialización, sujeción y esclavización. En este 12 de octubre recuperemos sus historias y discutamos los legados y las tristes reactualizaciones de esas violencias y jerarquías.

Texto escrito por Magdalena Candioti (CONICET, Instituto Ravignani / UNL / AAHIMEG).

Acá podés escuchar el episodio del podcast, La Batalla Cotidiana: “Racialización y agencia histórica”