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Columnistas

Ser muñeco o ir a lo de Mirtha (lo que ocurra primero)

La consagración tiene distintas formas, y está claro que el término le queda grande a todas. Pero si se trata de consagraciones terrestres, de esas que otorgan el beneficio del reconocimiento público y mediático, la mesa de Mirtha Legrand rankea fuerte junto a los muñequitos de las celebridades.

Hay un escalón de la fama que exige como requisito dos posibilidades: ser muñeco o ir a lo de Mirtha (lo que ocurra primero). Por supuesto que una no excluye a la otra, pero las formas contemporáneas de la fama son mucho más fragmentadas.

Cada tribu tiene sus famosos y, dentro de sus fronteras, los señalados gozan de privilegios. Pero fuera de ahí nadie los conoce. En una burbuja es más fácil autopercibirse como el centro del universo. Funciona.

Esas famitas no tienen nada que ver con las famas de antaño, las que daban un reconocimiento transversal y masivo, e iluminaban todo sin hacer sombra. Mirtha sabe de eso y ahora vuelve al lugar del que nunca se fue. Con 95 años recién cumplidos exhibe el milagro de acumular más regresos que partidas.

Con 95 años recién cumplidos, Mirtha exhibe el milagro de acumular más regresos que partidas.

La máscara de látex de Mirtha se consigue a 15 mil pesos en Mercado Libre, las de los políticos son un poco más baratas y hay suficiente stock para abastecer cualquier necesidad carnavalera. La industria del cotillón no gasta pólvora en chimangos, pero como a veces produce más de lo que puede vender, hay máscaras de personajes como Donald Trump, el papa emérito Benedicto XVI o Marcelo Tinelli que se consiguen a precio de oferta por liquidación.

En algún galpón de Barcelona se amontonan los muñequitos de Messi caídos en desuso por la afición catalana y el turistaje global. Pero en París el mismo muñeco compite de igual a igual con la torre Eiffel en las tiendas de souvenires.

En algún galpón de Barcelona se amontonan los muñequitos de Messi caídos en desuso por la afición catalana y el turistaje global.

Es que el modo muñeco sigue siendo una forma consagratoria de las celebridades. Aun cuando el coñemu sea para consumo irónico, como el que se viralizó hace algunos días de Alberto Fernández con las piernas abiertas atajando penales en Mar de Ajó.

El muñequito llega después que la fama, nunca antes. Y cuando se invierten los factores de la ecuación la fórmula no funciona. Sucede, por ejemplo, con las mascotas de los mundiales de fútbol y los juegos olímpicos. Una vez terminado el evento nadie los recuerda y apenas pueden aspirar a ser evocados en algún trencito de la alegría suburbano. Algo de eso le sucedió a la mascota de los Juegos de la Juventud de Buenos Aires 2018. En aquel momento el grueso del merchandising de la mascota Pandi, un simpático yaguareté (animal típico de la Ciudad Autónoma, ponele) llegó tarde a los comercios por problemas de importación. ¿Alguien logró comprar un muñequito de Pandi? ¿Y a saber de su existencia? Casi nadie.

Si se trata de muñecos consagratorios a nivel global, ninguno le hace sombra a la serie de Funkos (hay cerca de 20 mil modelos que evocan a celebridades y personajes). Sin embargo, a nivel local, nada pudo empardar a los clásicos muñequitos de los chocolatines Jack que alcanzaron su época de esplendor en la década del ’70 con los personajes de García Ferré (Hijitus, Petete, Calculín, etc) y los de Titanes en el Ring (Martín Karadagian, Caballero Rojo, Rubén Peucelle, y tantos otros).

Como sea, el eterno retorno de la mesa de Mirtha y la persistencia eficaz de los muñequitos son el último bastión de los famosos moldeados en la cultura de masas del siglo XX. Para todos los demás está la gloria súbita y el poder fragmentado de las redes sociales.

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