Por Alejandro Itkin
Conductor de Estudio Abierto Internacional, Radio Con Vos - martes 24hs.
La opinión generalizada fuera de los Estados Unidos es que, antes de la llegada de la pandemia, Donald Trump se dirigía en "modo crucero" a ganar las elecciones presidenciales del 2020 y que la llegada del Covid-19 fue lo que determinó su derrota electoral.
A partir de febrero del 2020, el "virus chino", tal como Trump lo denominó, se convirtió en el protagonista fundamental de la división en la sociedad estadounidense. Los opositores de Trump estaban a favor de la utilización del barbijo y sus seguidores se aferraban a su discurso sobre la "libertad" de no usarlo.
Al caminar por cualquier rincón del suelo americano, se podía ver la grieta americana. Uno podría haber hecho una encuesta electoral sin hacer una sola pregunta. Solo con contar quien usaba barbijo y quien no, podía determinar su inclinación política… barbijo, demócrata opositor… sin barbijo, republicano oficialista. Las discusiones entre sus ciudadanos eran constantes y las acusaciones inagotables. Recordemos que Joe Biden todavía no era el candidato opositor porque las internas demócratas se dirimieron en junio.
Así se llevaron adelante los primeros tres meses de la pandemia hasta que llegó el hecho que realmente volteó las aspiraciones de Trump a la reelección. En Minneapolis, una ciudad al norte del país, un policía detuvo a un hombre afroamericano quien había intentado comprar algo con un billete falso de 20 dólares. Durante el procedimiento, hubo una aparente resistencia del hombre negro y el policía lo terminó deteniendo por la fuerza. Una vez dominado, le apoyó la rodilla con todo el peso del cuerpo sobre la nuca durante 9 minutos 30 segundos hasta que finalmente, George Floyd sucumbió y falleció delante de la cámara de una adolescente que estaba filmando absolutamente todo con su celular. Dicho video se haría viral en cuestión de segundos.
El entonces presidente americano, en vez de llamar a la unidad del país y denunciar algo absolutamente evidente como el abuso policial, tomó parte de la derecha radicalizada, denunció en forma racista al movimiento BLM y los acusó de ser una "causa violenta y llena de odio".
El asesinato de un afroamericano a manos de un policía blanco impulsó un movimiento que ya estaba tomando fuerza. "Black Lives Matter", que traducido significa "La vida de los negros importa", comenzó con las acciones de Colin Kaepernik, un mariscal de campo de fútbol americano que decidió denunciar el abuso policial arrodillándose durante el himno nacional antes de sus partidos. Dicha protesta, llevada a cabo durante una temporada, le costó su carrera por presión del mismo Trump, quien consideraba a Kaepernik un anti-patriota por arrodillarse durante el himno del país.
Con la muerte de Floyd, "Black Lives Matter" ganó un protagonismo importante en la atención mediática y el movimiento afroamericano tomó las calles con marchas y protestas en todas las ciudades del país.
Ese fue el comienzo del fin para Donald Trump. El entonces presidente americano, en vez de llamar a la unidad del país y denunciar algo absolutamente evidente como el abuso policial, tomó parte de la derecha radicalizada, denunció en forma racista al movimiento BLM y los acusó de ser una "causa violenta y llena de odio".
Nunca el ex presidente se rectificó y, fiel a su estilo, siguió subiendo la apuesta hablándole a su base de origen blanco derechista y racista, generando la segunda grieta en el año. Ya no solo eran barbijos vs no barbijos. Ahora, la pelea eran los afroamericanos que peleaban por igualdad ante la policía.
Dicha posición, con una notable falta de liderazgo y un discurso divisorio, fue la verdadera razón de su derrota. No es un tema de opinión sino de datos. Los estados claves en su derrota electoral fueron Georgia, Michigan, Wisconsin y Arizona, todos estados que ganó Joe Biden por muy escaso margen. Las ciudades de Atlanta, Detroit, Milwaukee y Phoenix respectivamente le dieron la victoria a Joe Biden, principalmente con el voto afroamericano anti Trump.
Así como Trump utilizó el discurso “grietista” que finalmente le jugó en su contra, Alberto Fernández está cayendo en la misma trampa. Como si el poder obnubilara a los presidentes de forma tal que no pueden ver más allá de sus narices.
Fernández, quien se suponía venía a cerrar la grieta, no ha hecho más que apuntar sus cañones a la Ciudad de Buenos Aires, ya sea con el tratamiento de la pandemia, los runners, las clases presenciales y, por supuesto, la quita de un punto de la coparticipación.
No hay discurso de Alberto Fernández que no incluya alguna chicana a la Ciudad, a Larreta, al periodismo o a la oposición. Lo mismo pasa con su jefe de gabinete, Santiago Cafiero, o con el gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof. Toda vez que se les enciende un micrófono, sale la chicana.
Tal como Trump perdió la reelección con un discurso de división, Alberto Fernández está recorriendo el mismo camino, supervisado por su jefa política, quien, desde atrás, maneja los hilos discursivos.
Ese discurso no demuestra solo falta de liderazgo sino también una importante falta de gestión. Esconder las falencias propias desviando la atención a la ciudad no solo los deja en offside, sino que no les permite hacer una autocrítica.
¿Qué culpa tiene Larreta de que Alberto Fernández haya prometido 12 millones de vacunas para marzo y no haya cumplido? ¿O que la gente se acumule en La Salada sin que Kicillof envíe ningún tipo de control policial para no generar descontento entre sus votantes?
El Instituto Patria ordenó atacar a los porteños y desgastar a Larreta. Primero con la quita de la coparticipación y luego con el cierre de escuelas.
Larreta hubiera aceptado un cierre parcial de clases, si no hubiera sido un ataque más a su gestión. De no haberse quitado dicho punto porcentual de ingresos, de no haber recibido chicanas constantes o de haber sido invitado a la mesa de decisiones sobre su propia ciudad, Larreta no hubiera ido a la Corte Suprema peleando el DNU escolar. Alberto Fernández lo forzó a pelear y Larreta no tuvo más remedio que plantarse sobre el ring a riesgo de quedar como un felpudo a voluntad del oficialismo.
Tal como Trump perdió la reelección con un discurso de división, Alberto Fernández está recorriendo el mismo camino, supervisado por su jefa política, quien, desde atrás, maneja los hilos discursivos.
De no revertir el discurso, el presidente se encamina a una derrota electoral importante en diciembre. La lección de Trump debería avisárselo.