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Columnistas

Hace falta la noche para ver las estrellas

estrellas

Yo crecí esperando una noche de lluvia, un congestionamiento de tránsito, el cenicero del auto siendo vaciado por la ventanilla, procurando no mojarme, bajando el vidrio tan solo unos centímetros, y que al mirar a un costado, sin buscar nada, un par de ojos marrones me miraran y me dijeran ahí, entre el ruido y la prisa detenida, que querían saber más de mí, que hola, que vamos a algún lado, que qué bien éste momento imposible de premeditar. Y que después, por casualidad otra vez, como casi todas las mejores cosas de la vida, los encontrara nuevamente en algún lugar cualquiera. Equidistante. Esos ojos. Esa mirada. Esa mujer que me acompañaría intermitentemente a lo largo de la vida, con distintos ojos pero con  los mismos sentimientos, con más o menos cercanía, con mayor o menor intensidad, no importa. Yo crecí esperando eso; que no es mucho ni es poco, simplemente es algo, que lo tomé prestado para no devolverlo jamás, como los libros de la biblioteca de mi Universidad, de una película maravillosa titulada El mismo amor la misma lluvia. Crecí engañado, quizá, pensando que eso podía pasarme. Ansiándolo como un creyente a un milagro. Y aunque lo que vino fue mejor y más memorable, y aquella escena se destiñó con los años, fue la semilla que germinó en mi interior, la puerta abierta con vista al mar de un cuarto oscuro e inviolable, para saber, entre tantas otras cosas, que el amor existe y que muta y que crece y decrece pero sigue, y que, sobre todo, nadie debería conformarse con su gélida ausencia. Pero, claro, así como hace falta la noche para ver las estrellas: hace falta el arte para ver la vida.

Después vinieron otras películas, muchas más, y con ellos los rollos y las fantasías, el alimento con el que mantenía despiertas y ávidas mis elucubraciones. El cine, y el arte en general, es el lugar en el que nos encontramos los diletantes a los que lo que el mundo no nos basta. Ni de cerca. Ni por asomo. Y en la sala, en la clara y transparente oscuridad, y sólo ahí, podíamos verlo todo y sentir, aunque sea por un puñado de horas en las que nada más importaba, que el mundo era algo muy diferente de lo que nos ponían enfrente repetidamente y hasta el cansancio, para convencernos, y que en el cine, como en la vida en general, lo importante no era dónde ponían la cámara, sino por qué. Llorábamos en el cine y después reíamos en las veredas: era la única manera de que las cosas cuadraran. Y así llegaron Hombre mirando al sudeste, Dios se lo pague, La historia oficial, La Patagonia rebelde, Martin (Hache), La tregua, Juan Moreira, y la maravillosa e inolvidable El lado oscuro del corazón, y muchas más. Todo muy nacional y muy made in Argentina, muy latinoamericano, muy a fuerza de pulmón (en la mayoría de los casos) y todo, claro, hermoso.

Ayer hablé con un amigo de la infancia con el que nos emborrachábamos y escuchábamos canciones de Charly y Fito y escribíamos poemas de amor y, como refugiados en tierra extraña, planeábamos lugares que, aunque desconocíamos cómo llegar, sabíamos muy bien dónde estaban. Él estudiaba cine y filmaba cortometrajes y hasta aparezco en su primer corto, La mujer perseguida, en una escena en un aula, sentado al fondo mientras alguien lee Todas las cartas de amor son ridículas, el hermoso poema de Fernando Pessoa. Ahora hace películas y una de ellas, de la que sólo tengo una promesa de verla inminentemente y cero información sobre su trama y desenlace, se presentó en el festival de San Sebastián, en España, con grandes críticas. Arturo a los 30. Se estrenó hace pocos días en el país. Viva el cine Argentino.

A mucha gente le gusta el cine porque no exige, creen, demasiado. Acomodar el cuerpo, pochoclos en mano, y a mirar qué viene después de la siguiente escena. A mí me gusta porque es una escalón más arriba o más abajo, dependiendo de mi humor, de la literatura; porque no es la representación de lo que somos, sino la superación de todo eso, el extremo más empírico, más brutal y honesto. Me gusta porque me cuesta y me hace sentir vivo, me duele, me divierte, me lastima y me cura. Y me gusta, sobre todo, porque es la prueba viviente de que el mundo es acaso un pedazo del todo, un retazo nomás de lo que vemos, una introducción demasiado larga para un cuento tan corto, y que no basta, ni lo hará jamás.  

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