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Columnistas

Habitar una casa que van a derrumbar

Casa abandonada - Foto de @tico_cid -

Una vez alguien me dijo que la vida es una trampa que se carga al inicio. Yo le pregunté ¿en cuál de todos?, pero no respondió. Es así: algunos se ajustan el nudo de la corbata y después se sientan a mirar televisión, y para otros ningún lugar está lo suficientemente lejos, como para no querer ir. El futuro pasa por su peor momento, contestó finalmente y yo me reí: la vida me enseñó que los auguradores mueren como el pez y que lo único importante al final del día es intentar caer de pie. Pero no hay que prejuzgar, nunca, porque a veces es así: todo lo que pensamos nos engaña.

Me trajeron de Europa una taza de regalo. No es nada excéntrica o no, al menos, en principio; las tazas de allá son iguales a las de acá: de cerámica, azul, con una manija amplia. Pero a mí me llegó rota, sin la manija con forma de medio círculo que va anexada al cuerpo cilíndrico, y está bien así, rota y todo, como tantas otras cosas de la vida. Intenté usarla y me quemé los dedos, y entonces empecé a llenarla menos, a acortar mi bebida matutina, mi café con leche, para agarrarla por la parte superior y no quemarme; algo bastante parecido a la vida, en la que nos vamos acomodando, súbitamente, en el lugar que va quedando. Pero, como todo, y como siempre: hasta cierto punto. Dejé de usarla a los pocos días. Sigue siendo una taza, claro, aunque ahora cumpla la función de florero, y me hace acordar a las personas: en el mejor de los casos todos estamos un poco rotos pero útiles. ¿Qué es en verdad? Una taza que no se usa para tomar, un paraguas roto que no para el agua, una rueda pinchada que no rueda. El diccionario es escueto, como lo son las palabras para describir algunos sentimientos. Seguramente por eso existe la poesía. Recuerdo una retazo de un poema de Rafael Alberti: Fue cuando comprobé que hay puertas al mar que se abren con palabras; y mis sospechas se despejan: viva la poesía. En fin: lindo el florero que me trajeron de Europa. Lleva media docena de crisantemos blancos; no me envidien.

El problema no son los clavos, sino los golpes que los hunden, dice la última frase de la novela que terminé de leer hace unos días. Iba de un amor caducado y del acto de extrañar; no los besos o la forma en la que ese amor teñía todo de verde, sino de extrañar como algo abstracto, lo mismo que un soldado que extraña su cama, su cepillo de dientes, la forma en la que el sol se pone entre los edificios de su ciudad natal. Era interesante: extrañar algo como quien desabrocha una duda, como quien busca en el pasado no respuestas, sino preguntas: ir con el puño cerrado y volver con la mano abierta. Ahora miro el florero y pienso dónde estará la manija, que es su pasado y, a la vez, la prueba que anula la sentencia de su nuevo sustantivo. Le dije a mi esposo: hay que cambiarle el agua al florero. A la taza dirás, contestó y sonrió. Es así: a veces los recuerdos duran más que el pasado.

Hay edades en las que los años se queman como pensamientos y todo es ahora, ya, urgente; y después, un día o dos, espontánea e imprevisiblemente, empezamos con el futuro imperfecto, y  ya no hay vuelta atrás. Y está bien. Yo supongo que después del futuro imperfecto viene la resignación, el solemne acto de mirar cómo algunas cosas se escurren entre los dedos, como un júbilo que se adormece mansamente; lo mismo que habitar una casa que van a derrumbar. El futuro a veces son mapas perdidos, animales en peligro de extinción, promesas caducadas: palabras que dicen lo contrario a lo que quieren decir.

Felisberto Hernández escribió algo fascinante: Me parece que cada vez escribo mejor lo que me pasa, lástima que cada vez me vaya peor. Bravo Felisberto. La vida es larga pero dura poco, y se malgasta, y es como un viaje en auto en donde las cuentas se hacen invertidas, hacia atrás, restando lo que nos queda: tiempo robado. Por eso hay que vivirla sabiendo que los recuerdos nos persiguen pero cuando vamos a ellos ya no están ahí, que la vida se va pero hay que perseguirla hasta la última salida, que son cuatro días nada más, que ninguna vida es lo suficientemente liviana como para que no sea difícil de sobrellevar, que hay que tener miedo para poder ser feliz, y que cada día la vida vuelve a empezar.

Foto de @tico_cid.