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Columnistas

El ocaso de los apellidos no tiene nombre

“Hola Manuel, soy Paula. Decime en qué puedo ayudarte”, dice un mensaje de una empresa de servicios públicos a la hora de responder al enésimo reclamo de un usuario. Paula no lo conoce, y nunca lo conocerá. Manuel está furioso porque otra vez se quedó sin internet y en los teléfonos de la empresa no atiende ninguna persona de carne y hueso. En las redes tampoco. Pero ahí alguien (un bot, quizás) se hace llamar Paula. Escribe un mensaje en tono amistoso y se dispone a dar respuesta a un problema que no nombra.
Responder no es una solución, sin embargo el artificio está armado para calmar a Manuel, primero nombrándolo, y después ofreciéndole el nombre de una persona para atenderlo. Manuel ya tiene su Paula, pero todavía está sin señal de internet.

El poder de los nombres vino a reemplazar al de los apellidos. La singularidad de llamarse Kreimer, D’Ambrossio, Grinsky o lo que fuera quedó en un segundo plano, a la sombra de los nombres de pila. Mirtha, Susana y Moria lo lograron antes.

En los libros de historia no aparecen José, ni Mariano, ni Domingo. Pero allí están San Martín, Moreno y Sarmiento celebrados por sus apellidos para el bronce inmortal. Un José que cruza los Andes y que libera países es un José cualquiera. En cambio un San Martín es un prócer único e irrepetible, que también da nombre a plazas, ciudades y estaciones de ferrocarril. La Plaza José no es ningún lugar, todavía.

El nombrismo avanza en lugares que necesitan de su pátina amistosa. Parece que las personas son más queribles por sus nombres que por sus apellidos. Esa cercanía que antes era un premio de confianza, ahora se presenta como una impostación. Así lo entendieron en las oficinas que atienden reclamos de los usuarios. Paula está siempre disponible, es tu amiga. Si tuviera apellido estaría más lejos.

También le viene pasando a los políticos. Cuando Macri se lanzó a la arena de las contiendas electorales empezó a llamarse Mauricio para desplazar el apellido de su padre (el histórico contratista del Estado opacaba su discurso liberal). Fue entonces cuando salió una campaña de afiches en su contra que delataba la estrategia y advertía: “Mauricio es Macri”.

Sin embargo, hasta el día de hoy Macri es nombrado como Mauricio, al menos por los propios. Y tras ese impulso también fueron Horacio, Patricia y María Eugenia, con suerte dispar.

Del otro lado está Cristina, que nunca fue Fernández y es nombrada así por todos. Quizás tener un apellido muy repetido en el Registro Nacional de las Personas facilite el trámite. Bien lo sabe Alberto que con el mismo estigma logró más rápido lo que a su vice le llevó algo más que dos presidencias: que lo llamen por su nombre, al menos.

La movida de llamar a los candidatos por su nombre de pila parecía una estrategia de marketing político exclusiva del PRO original, pero se expandió al resto de las fuerzas. Pese a que aún varios políticos están a la espera de ser nombrados sin sus apellidos. En la cola puede verse a Nico, Javier, Roberto y tantos otros que, como Del Caño, Milei y Lavagna aguardan ese reconocimiento.

El origen exacto del ocaso de los apellidos es difícil de precisar, aunque la evidencia histórica más contundente es la de Evita que, muy lejos del marketing y los asesores de imagen, casi nunca fue Duarte y muy poco Perón. Paula no lo sabe -ni podría saberlo- pero Evita no era un bot.

Ahora en el nuevo universo de amigos en el que todos omiten sus apellidos y se tratan de “vos” con cercanía y confianza hay, sin embargo, cada vez más enconos y peleas. Ese es un problema que no tiene nombre.