Por Diego Rojas
Quizás la persona asidua de cafés y restaurantes -o, para llamarlos de otro modo, sibaritas- hayan notado cada vez más que, los lugares gastronómicos de esa naturaleza, permiten la entrada a sus espacios y a sus mesas a las mascotas caninas. Es decir, a los perritos.
Sería decible que, los más especistas, les llevan con toda amabilidad un tarro con agua por si tuvieran sed. Los más elegantes y sofisticados les permiten estar en la misma mesa de sus dueños, como si se hubieran reunido para una conversación o una tarde o noche de confidencias. Estos son los que más me gustan a mí.
Existen varias ventajas en la costumbre. En primer lugar, salvo evidencia en contrario, los perros no usan celular. En cambio, ¿ quién no padeció a un vecino de mesa hablando alto por teléfono, pero alto alto, haciendo saber al otro los vericuetos de sus diálogos? Este tipo de personas pertenece a la misma clase de gente que habla en voz alta sobre dinero, del dólar blue y negocios, con el mayor mal gusto del que ha sido testigo la historia de la humanidad. Otra ventaja es que los perritos nada lo saben sobre guita, sobre todo, porque bien saben que sus dueños les pagan todo, desde alimento hasta, eventualmente, ropa.
Por otro lado, los perros se saben elegantes aventureros en el bar y no se ocupan de ladrar y, menos, aullar. Escuchan todo lo que el dueño les dice, no son de andar con chismorreos como ciertas personas que se sientan a la mesa y, si bien no tienen la costumbre de hablar en una tertulia, la mirada que posan cuando les habla su dueño es ya gratificación suficiente.
Los perritos nada lo saben sobre guita, sobre todo porque bien saben, sus dueños les pagan todo: desde alimento hasta, eventualmente, ropa".
Claro que al no saber manejar el vil billete los perros adquieren su rol angelical y que a la hora de la cuenta y de la propina, será el dueño, y la propina del animal perruno será permitirle al mozo o moza que lo acaricie, que se haga amigo de él. Y todos saben que “mientras más conozco a los hombres, más quiero a mi perro” o que se trata del mejor amigo del hombre desde generaciones y generaciones y generaciones.
En cambio, suele darse unas vueltas por el bar algún ejemplar de la raza humana que -en el peor de los casos- no deja propina al mozo o moza, ni una moneda devaluada, o deja cinco pesos o diez. Se sabe que en la actualidad la propina constituye un porcentaje cercano a la mitad del monto que cobran lo camareros, por lo tanto, ese comportamiento es una tacañería. Cierto es que lo óptimo sería que la propina no exista y que los patrones paguen todo el salario sin que éste dependa de la voluntad del comensal, como en la Rusia revolucionaria cuando los mozos hacían manifestaciones para que se elimine la propina y su intrínseca indignidad. Pero por ahora eso no sucede. Entonces, que los asistentes al bar o al restaurant dejen un 10 por ciento como mínimo a los meseros y meseras y que los perritos se dejen acariciar por ellos.
Hemos nombrado a los perros en los bares y no a los gatos, y creemos que los felinos nos darían la razón. Cuando vivía con mi amiga Mane, al llevar a su gata Octavia al veterinario, el salir de casa provocaba simplemente que se desmaye. La ventaja del desmayo es que era más fácil conducirla al consultorio, ¿pero se imaginan gatos y gatos desmayándose sobre las mesas de los bares? No sería conveniente.
En cambio hoy mi perra salchicha Leni se comporta como un princesa, por el adecuado trato con las mozas y los mozos, por la hidalguía de su entrada y su salida, por la elegancia de perrita que actúa como si alguien la hubiera educado. Por eso nos vemos obligados, sin caer en grietas ni falsas dicotomías en un canto que, sabemos, será triunfal: ¡Gatos no! ¡Perros sí!