fito paez patada

La vida es un blues, y una patada

Por los parlantes de mi auto suena Tendré que Volver a Amar, de Fito Páez. Manejo concentrado, con las manos en el volante y los ojos en el camino, pero el altavoz de mi puerta falla, se enmudece, y en esa falta se evidencia todo lo demás. Rabioso, de refilón, y con el empeine, le doy una patada. Parece corregirse. “Sabes que el amor es una máquina perfecta para rodar rodar y caer”, canta Fito, y se corta nuevamente el sonido. Otra patada de refilón, pienso, y me apuro porque ya viene el estribillo. Se la doy. Ni se inmuta. Otra más. Se arregla, se vuelve a silenciar. Es una lucha personal: una batalla que me libra el único maldito parlante que no funciona, y estoy dispuesto a darla, a arreglar o morir. Maldita obstinación en lo que no, olvidando todo lo que sí. “Pero nunca tuve miedo a quitarme el disfraz, porque cuando estoy desnudo también siento libertad”, oigo y se corta otra vez. Patada.

Falta poco para llegar y me parece mentira. Pasé cerca de veintinueve kilómetros peleando con el mismo problema, repitiendo una y otra vez la misma canción, terco y caprichoso, queriéndola escuchar como corresponde. “Tendré que aprender a amar, y se corta. Pateo y arranca. “Sin embargo estoy tirado por haberme abierto tanto a quien confiaba, se corta. Puteo. Grito insultos. Al parlante, a la vida, al auto, al recital al que estoy yendo, a mi improvisada decisión de salir de mi casa a estas horas, con este cansancio encima, y con estos parlantes mancos.

Me distraigo cruzando un semáforo en amarillo, pisando a fondo el pedal, y la canción termina y empieza otra. Stand by Your Man, de Tammy Wynette, de esta lista asesina e incongruente que suena en, tan solo, cinco parlantes. “Cinco”, digo y puteo. Pienso en la cantante rubia que dijo que pasó veinte minutos escribiendo esa canción y, después, veinte años defendiéndola. Y que, al final, nadie la comprendió. Menudo mundo, pienso. Patada con mi zurda asesina y retrocedo a la canción de Fito.

El parlante no funciona: me enojo más y cruzo un derechazo soltando el acelerador. La locura es total. Llego al recital, abandono mi auto a unas cuadras y camino mirando mi zapato que parece rayado. Entro y en el ambiente percibo una expectativa enorme y festiva. Y no es para menos. Empieza. La Mississippi arranca con su hermoso blues que me cobija de mis disgustos. ¿No es acaso ése el único fin de la música?, pienso y me doy la razón, como un loco. A mi costado izquierdo, un muchacho golpea sus manos contra sus rodillas, sigue el ritmo, a veces canta. Canta mal. Canta horrible. Sin querer, entonces, sin pensarlo, tiro una patada de refilón, con mi pie izquierdo, como hacía en el auto.

Pero la puerta, el parlante y el problema acá no están, creo; solo está la pierna del hombre que me mira sorprendido y asustado, sin entender mi arrebato. Sin decirle nada me levanto y voy al baño: necesito respirar. Necesito quitarme el problema del cerebro. Voy y vuelvo, y el hombre/parlante ya no está. Disfruto de la música sin interrupciones. Suena bien, suena maravilloso. Es una hermosa banda de blues. Algunos bailan en el pasillo central del teatro; los miro y sonrío. La última canción es un cover de Pappo. “Ya puse todo de mí, y el día me trató muy mal, pero lo peor ya fue, ahora quiero estar en mi hogar, quiero sentarme a ver el sol caer, a filosofar y a beber, un trago para ver mejor”, canta Ricardo Tapia y se me eriza la piel.

Yo no canto. Cantar en público me da vergüenza. A mí me gusta cantar en la soledad de mi auto, cuando los seis parlantes me acompañan, claro. Pienso otra vez en el parlante, en que quisiera tener un botón teletransportador para evitarlo y ahorrarme así el disgusto camino a casa. Pero es imposible. Lo del botón y lo de los disgustos. No quiero que termine el recital, pero como todo lo bueno en esta vida, termina.

Me voy, camino hacia el auto y me rio recordando la volea que le clavé a mi compañero de silla. Pienso en el Teatro Avenida, en el incendio y en la restauración. Llego al auto, lo arranco y apago el equipo de música, y en mi mente se instaura una sospecha: quizá la vida quiera decirme algo través del parlante. Quizá la vida sea eso: patear.

Patear todo lo que se fue y que no quiere volver; como el sonido de ese altavoz. O quizá también, pienso y emprendo mi regreso, seguir pateando hasta romper lo que ya no debe ser. Manejo, en silencio, y cruzo la ciudad como un vampiro. Abro las ventanillas. Las luces son pequeños rubíes que me encandilan. El viento golpea y retumba, silba por los burletes, me revuelve el pelo. No necesito ese parlante, ya no. Llegando a casa, pragmático, decido no arreglarlo nunca, ni volver a pegarle; tan solo dejarlo ahí, como un lugar al que nunca volveré. Aunque, pienso, como escribió Alejandra Pizarnik, “Hasta yo, o sobre todo yo, me traiciono”. Por eso cuando llego y apago el auto, pero antes de bajar, le doy una última patada al parlante, y sonrío.