Sí, no somos inmortales. Vivimos bajo la ilusión de que lo somos, hasta que la vida, implacable, nos recuerda con vehemencia su fragilidad.
Quiero contarte cómo fue que la muerte me tocó y me rozó, en un instante que se sintió eterno. Iba feliz por la ruta, en medio de un viaje perfecto. Todo parecía demasiado tranquilo, demasiado impecable. Como si lo trágico, celoso, estuviera esperando su turno para irrumpir.
El escenario era una ruta desolada y de doble mano. Delante de mí, un Ford Ka, un Fiat Siena y un camión de doble acoplado. El Siena logró pasar al camión. Me quedé detrás del Ka, esperando pacientemente. Pero no avanzaba. Algo en su andar lento y obstinado me desconcertó. Un detalle absurdo captó mi atención: un delicado ploteo de San Expedito en su parte trasera. Era, quizás, un mal augurio disfrazado de devoción.
El tiempo pasó. Seguíamos danzando el Ford, el camión y yo, atrapados en un extraño ballet vehicular. Le hice luces al Ka, pero no respondió. Decidí tomar distancia y, al ver el carril contrario despejado, di mi señal de giro y avancé. Creí que era el momento oportuno para sobrepasar al Ka y al camión.
Fue ahí cuando el destino decidió jugarme una mala pasada. El Ford Ka me tiró su trompa encima. A 120 kilómetros por hora, un roce diminuto en la parte trasera de mi auto se convirtió en el preludio de un desastre incontrolable.
Perdí el control. Me aferré al volante como un capitán que se hunde con su barco, aunque era inútil. No conducía, flotaba. Y esa flotación me llevó, como un trompo desquiciado, directo a la banquina.
A esa velocidad, la rueda se incrustó en el lodo y el auto dejó de flotar: comenzó a volar. En ese instante, mientras despegaba, pensé: “Me muero. Esto se termina aquí, de la forma más absurda posible”.
El vuelo se transformó en un aterrizaje violento entre pastizales. De allí, a una serie de vuelcos que no logré contar: tres, cuatro, tal vez más. Cuando todo terminó, mi auto, como un gato desafiante, cayó sobre sus cuatro ruedas, junto al alambrado que separaba la ruta 205 de un terreno privado.
Entonces, todo se apagó. Perdí el conocimiento. En ese breve limbo, una imagen me visitó: estaba paseando con un amigo que ya no está. Fue hermoso y tan real que por un momento olvidé todo.
Al recobrar el sentido, me encontré rodeado de humo y tierra. Los airbags, impecables, jamás se activaron. Mucha tecnología asiática ensamblada en México… al pedo. Apagué el motor y, con esfuerzo, me desabroché el cinturón. Cada músculo de mi cuerpo dolía. La puerta, deformada, no cedía. Entre los cristales que tenía incrustados en la piel, logré salir por la ventana y me desplomé sobre los pastizales.
Miré mi auto. Ya no era un auto. Era una grotesca escultura de fierros retorcidos y vidrio pulverizado. Ahora que lo pienso, tal vez podría enviarlo al Pompidou de París para ver si lo exponen.
Desde el suelo, miré el cielo y no podía creer que estuviera vivo.
Un ruido me sacó de mi asombro. Un auto se acercaba. De él bajaron un anciano y un joven. “Flaco, ¿te podés levantar?”, me preguntó el anciano. Aturdido, me incorporé como pude. Mi rostro era un baño de sangre. Ellos, sin dudar, me limpiaron, recogieron mis cosas y me llevaron en su Fiat Siena. Me contaron que, al mirarme por el retrovisor, habían visto cómo volcaba una y otra vez. Pudieron seguir su camino, pero decidieron regresar. Mis ángeles de ruta.
El Ford Ka, el camión, todos los demás… desaparecieron.
Llegamos a la policía caminera en el kilómetro 315, y de allí al hospital Bernardino Rivadavia en General Alvear. Me atendieron como si sus manos fueran milagrosas: placas, puntos, yeso, suero. El diagnóstico final: un cuerpo lleno de moretones, una fractura de radio en la mano izquierda, traumatismo craneal y heridas superficiales en el rostro.
Cuando firmé los papeles en la comisaría, el agente de la policía científica me dijo:
—No entendemos cómo, con semejante choque, sin que los airbags se activaran, y con el cinturón como único respaldo, estés acá entre nosotros, caminando.
Yo tampoco lo entiendo.
Ayer, a las cinco de la madrugada, llegué a casa con mis padres y un amigo de ellos. Ahora, mientras escribo, intento procesar esta burda experiencia. Es increíble cómo un roce, un error humano casi imperceptible, puede hacerte vislumbrar que tu futuro, toda tu vida, puede convertirse en la nada más absoluta.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)