Buenos Aires, ciudad de cemento y latidos, vivió un año más en su perpetuo caos organizado. Las calles, que solían ser un lienzo de consignas y marchas, quedaron mudas, como si el eco de las protestas se hubiera dormido en el pavimento. No hubo estallido social; sin embargo, las grietas se ensancharon en silencio y el temblor que no alcanzó la superficie probablemente se instaló en los corazones.
En un país que parece bailar un tango interminable con la inflación, este año la danza perdió algo de su ritmo. Pero esa pausa no trajo alivio: jubilados y asalariados, los eternos héroes del bolsillo roto, cargaron con el peso del estancamiento. Los especuladores de siempre, como sombras que nunca abandonan la escena, continuaron su obra maestra de sobrevivir y lucrar.
Mientras tanto, lo que queda de la clase media se transformó en la versión libertaria de Alicia en el País de las Maravillas. Absorbida por cuotas interminables, devorada por shoppings brillantes, atrapada entre el espejismo del consumo y la cruel ironía de que un viaje a Brasil resultara más barato que quedarse en casa.
En el campo de los sueños deportivos, ganamos una Copa América, y en las gargantas resonaron gritos de júbilo. Pero mi querido River, con su historia inmensa, quedó en el camino. En la Fórmula 1, Colapinto inició y concluyó su participación como una estrella fugaz en el cielo de las escuderías, dejándonos a todos con ganas de un futuro radiante. Una metáfora perfecta de la Argentina.
El presidente cambió de novia como de narrativas. Miró perros, contó tres, tal vez cuatro, o quizás cinco. ¿Quién sabe? Lo cierto es que el encanto de su gestión mantuvo a muchos hipnotizados, aunque sus amigos –arrasando en el escenario estadounidense– parecían no hallar fortuna en este rincón del mundo, este oasis ilusorio llamado América Latina.
Las universidades, otrora templos del pensamiento, se convirtieron en jaulas de cristal. Los pasillos vacíos resonaban con un eco sordo, mientras afuera, el asfalto callaba. Ya nadie marchaba; las calles eran más silenciosas que nunca, un retrato desolador de un futuro desnudo.
Cristina Kirchner, inmóvil como una esfinge, observaba desde un trono de incertidumbre. Su figura no ofrecía ni sombra ni faro, pero terminó con el control de un peronismo con estrés postraumático. El radicalismo, por su parte, navegaba como un barco a la deriva, sin rumbo, incapaz de reorganizarse. Ser de izquierdas, en este escenario, se había convertido en un tabú; la derecha, mientras tanto, avanzaba con eslóganes huecos que resonaban más fuerte que cualquier argumento.
Le pedimos más dinero al Fondo, como quien pide un plato más en una mesa donde ya no caben más deudas. Y el RIGI, implacable, dibujaba un futuro de economía extractivista, condenándonos quizás a mirar siempre hacia abajo, en lugar de hacia adelante, donde se sueña.
Pero no todo fue tragedia. Mi perro, con sus alergias vencidas, corre ahora libre por un nuevo hogar, lejos de la humedad agobiante del departamento en Palermo. Dejé los tribunales, ese laberinto de palabras y sentencias, y me anoté en el gimnasio, descubriendo, con algo de resignación, que inscribirse no basta; hay que ir, sudar, insistir. Intenté dejar de fumar, pero fracasé gloriosamente y ahora fumo más, como si el humo fuera una pequeña resistencia personal al caos de afuera.
Mi analista, que solía limitarse a sus características frases de “¿Ah, mira?” y “Dejamos hasta acá”, se aventuró a hablar más, y sus palabras fueron un río que removió piedras viejas, dejando al descubierto nuevos paisajes interiores. Mi psiquiatra, una paradoja en sí misma, supo equilibrar su carácter de “m…” con una brillantez profesional que, al final, pasó de ser una idiota a ser lo que necesitaba.
Asimismo, fue un año en el que descubrí algo inesperado: soy bueno entrevistando. En el arte de escuchar y preguntar, encontré una forma de abrir puertas a historias que parecían cerradas. Así llegué a personajes como Guillermo Coppola, y entre respuestas, gestos y su perfume embriagador, tambaleó mi certeza sobre mi propia heterosexualidad. Además, Chiche Duhalde resultó ser más petisa de lo que imaginaba; y descubrí que es curioso cómo los políticos, bajo el barniz de su discurso, tienen historias y matices que rara vez muestran al público. Tal vez sea el privilegio de mirarlos de cerca, de escuchar sin los filtros de la cámara.
Finalmente, empecé a escribir en este diario. Las palabras me devolvieron una voz que creía perdida, y sorprendentemente, encontraron eco en otros. El año de Milei, entre su caos y su resistencia, terminó por convertirse en algo más: un poema de ruinas que cantan, una memoria compartida de un país que también intentó resistir, crear y seguir siendo.
Y aquí estoy, escribiendo estas palabras que me revelan algo nuevo: quizás el acto de escribir sea, en sí mismo, una forma de entender el mundo. Espero que el próximo año nos encuentre juntos, querido lector, tú y yo, con nuestras historias y nuestras derrotas, listos para contar un nuevo capítulo en este libro abierto llamado Argentina.
PD: Quiero agradecer a mi editor, Alejandro Tellería, y a este diario por la confianza. A mis amigos de la vida por su calidad y a mis amigos de la runfla por la esperanza.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)