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Opinión

Sarlo: el pensamiento como acto de resistencia

Beatriz Sarlo nos enseña que las ideas no mueren: se transforman, se infiltran en nuevas generaciones, en nuevas palabras que buscan significar lo inefable.
beatriz sarlo
Por Alejo Ríos |Fundador de "La Runfla Radical"

En mi casa no se leía mucho. Mis viejos no tenían tiempo para eso; trabajaban todo el día. Había libros, claro, pero estaban apilados en una esquina del living, casi siempre cubiertos de polvo. De vez en cuando mi papá los desempolvaba, más por un impulso de orden que por curiosidad. Diarios tampoco había. Las cuentas no esperaban y, en aquel modesto departamento del barrio de Once, cada centavo tenía su destino.

El departamento tenía un balcón que daba a la calle. Era mi rincón favorito. De chico, me sentaba allí por horas a observar la vida que bullía bajo mis pies. Había comerciantes regateando precios, vendedores ambulantes gritando sus ofertas, y una sinfonía constante de bocinazos, peleas y retumbos que hacían eco en las fachadas grises de los edificios. Todo eso me fascinaba. Era un caos organizado que me enseñó más de lo que cualquiera podría imaginar.

Sin embargo, los sábados y domingos eran otra cosa. Los fines de semana, mis viejos hacían algo que, ahora que lo pienso, era casi una ceremonia. Me llevaban a lugares como el Centro Cultural San Martín, la Biblioteca Nacional, la Feria del Libro, etc. En ese entonces no entendía bien por qué lo hacían, pero ahora estoy convencido de que querían que yo supiera cosas, que conociera el mundo más allá de los bocinazos y las peleas en el Once.

biblioteca nacional

Recuerdo esos fines de semana con una alegría inmensa. Eran días llenos de descubrimientos. Me maravillaban los titiriteros que parecían darle vida a objetos inanimados y me reía con las aventuras de Inodoro Pereyra, que mi papá leía en voz alta para mí mientras yo trataba de descifrar las viñetas. Recuerdo cómo mi mamá tarareaba canciones de María Elena Walsh mientras paseábamos por los pasillos llenos de colores y afiches del San Martín. Fue allí donde conocí a Mafalda por primera vez. Quino estaba firmando libros, y aunque yo era muy chico para entender todas las ironías de su mundo, me encantó la idea de que una niña tan pequeña pudiera tener opiniones tan grandes.

Había algo casi mágico en esos días. Aunque nuestra vida diaria era sencilla, los fines de semana me hacían sentir que el mundo era vasto y lleno de posibilidades. Fue en una de esas salidas, que nos sorprendió una emisión en vivo de un programa denominado "Los 7 Locos" del canal 7 (actual TV Pública) desde la Feria del Libro. Dentro de ese escueto set se desarrollaba una entrevista de intelectuales literarios. Lo que me llamó la atención fue que hablaban de un escritor que había visto entre los libros de mi papá. Un tal “Saer”.

Los años pasaron y tuve la oportunidad de encontrarme con uno de aquellos intelectuales de esa mesa. Esa era Beatriz Sarlo. Yo en ese momento no lo sabía. Era absolutamente desconocida y yo era apenas un niño muy tímido de aproximadamente 10 años.

Beatriz Sarlo

El motivo del encuentro era un café literario con varios jóvenes que organizaba un gran amigo en un localcito de la Galería del Patio del Liceo. Hermoso encuentro y tuve la vanidad de acercarme y contarle de aquella experiencia. “Una de esos era yo. La única. Ya los demás están en el infierno de los intelectuales y allá me esperan.”, me expresó con cierta risa. Esa tarde habló de todo con nosotros e incluso nos criticó la ausencia de mujeres en ese encuentro.

Lo que siempre me fascinó de Beatriz Sarlo fue su capacidad para incomodar sin ser ofensiva. Su comentario sobre el “olor a huevo” aquella tarde me dejó pensando durante días. Tenía razón: el ambiente estaba dominado por hombres jóvenes, ansiosos de mostrar cuán leídos eran, pero incapaces de notar la ausencia más evidente. Sarlo no solo tenía un olfato agudo para las metáforas; también sabía cómo señalar lo que otros preferían ignorar. Fue una de esas lecciones sutiles que solo se entienden con el tiempo.

Con los años, me convertí en un lector más atento de sus textos. Sarlo no solo era una intelectual brillante, sino también una escritora que sabía cómo llevar sus ideas más allá del público académico. En cada artículo, cada libro, lograba articular con precisión quirúrgica las tensiones de la cultura argentina. Desde el análisis del peronismo hasta sus reflexiones sobre el arte y la literatura, Sarlo siempre tenía algo incisivo que decir, algo que te obligaba a cuestionarte tus propias certezas.

Por eso, enterarme de su muerte me puso realmente triste. No puedo evitar pensar en esa tarde en el Patio del Liceo, en su risa sarcástica y su mirada arrugada que parecía atravesarte. La recuerdo hablando de Borges, por supuesto de Saer, pero también de lo cotidiano, de las contradicciones de un país que siempre parece estar al borde del abismo.

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Beatriz Sarlo. Fotos: Victoria Gesualdi

La muerte de Beatriz Sarlo no solo deja un vacío en el mundo intelectual; también marca el fin de una era. Era una voz que no temía enfrentarse al poder, que no dudaba en poner en cuestión las narrativas dominantes.

Nos enfrenta a un abismo de palabras huérfanas, un espacio donde el eco de su pensamiento sigue danzando con la intensidad de una llama que se niega a extinguirse. En su obra, Sarlo tejía un tapiz de interrogantes y revelaciones, desplegando ante nuestros ojos un mapa donde la cultura, la literatura y la sociedad eran territorio de exploración perpetua. No hay consuelo en su ausencia, sólo el privilegio de haber sido testigos de una perspectiva que, como un faro en la bruma, iluminó los contornos de nuestra realidad.

Es importante recordar algunos hitos. Desde las páginas de Punto de Vista, junto a Piglia y a Altamirano, forjó un espacio donde las ideas se encontraban, se enfrentaban y se transfiguraban. Ahí, en ese laboratorio de pensamiento, Sarlo construyó puentes entre generaciones, entre lo académico y lo popular, entre lo sublime y lo mundano. Su escritura era capaz de contener la fragilidad de lo humano y la dureza de lo político.

Ahora que ya no está entre nosotros, el silencio que deja no es un vacío, sino un espacio cargado de significado. Su legado no es solo su obra, sino también la invitación a mirar el mundo con ojos nuevos, a desmenuzar lo cotidiano hasta encontrar en él el germen de lo extraordinario. En un presente asediado por la inmediatez, Sarlo nos recuerda que pensar es un acto de resistencia, que la profundidad es un lujo que debemos reivindicar.

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Beatriz Sarlo

Y en ese silencio denso, cargado de ecos y promesas, queda flotando la certeza de que su pensamiento no se detendrá con su ausencia. Beatriz Sarlo nos enseña que las ideas no mueren: se transforman, se infiltran en nuevas generaciones, en nuevas palabras que buscan significar lo inefable. Ella, con su aguda mirada y su pluma implacable, nos mostró que el mundo no es un lugar para ser aceptado sin más, sino un terreno fértil para la pregunta constante, la duda fértil, el desafío perpetuo.

Por último, quiero expresar que su partida me llevó inevitablemente a mi propio balcón del Once, a esos días en los que el caos de la ciudad parecía enseñarme algo nuevo cada día. Como ella, sigo observando, intentando entender, resistiendo la tentación de las respuestas rápidas. Sarlo se ha ido, sí, pero su pensamiento sigue siendo un camino. Ahora depende de nosotros mantenerlo encendido.

Por Alejo Ríos (@larunflaradical)

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