A veces la vida es un ejercito armado hasta los dientes, y nosotros, simples e indefensos mortales a punto de estallar. Así: a pecho descubierto, solemnes y permeables, asquerosamente conscientes del meollo, de la derrota consignada, del desasosiego que supone morir antes de partir. Al principio aterra, pero después uno aprende a convivir con eso, igual que un perro asimila la correa que trae atada al cuello. Pero eso no es lo peor. En general, las cosas que parecen más graves, son precisamente las que menos importan, y uno aprende tarde, pero aprende, que la vida casi nunca golpea demasiado fuerte, sino donde más duele (pequeña diferencia), y que no se trata de no recibir golpes, sino de aceptarlos, igual que en el cielo de la tarde, también encontramos parte de la luna. Y es que, al final, si de algo no hay dudas, es que la dignidad no se pierde cuando nos caemos, sino cuando nos tiramos (haciéndonos los muertos).
Pero también es cierto que a veces a uno se le van hasta las ganas de cantar. Y que después canta para no llorar. Al final llora, porque uno aspira a detener el tiempo, pero no hay caso: el golpe llega. AhÍ, en esa esquina que cruzaste cientos de veces y que no tenía nada de memorable, o ahí, en ese sillón negro y gastado que también fue el símbolo de un momento que parecía tan perfecto, tan cotidiano, tan inolvidable. Golpe y miedo. Es así: el miedo puede empezar cuando los aviones despegan, o cuando aterrizan. Miedo al fracaso, miedo al éxito, miedo a la pérdida, miedo al miedo. En el júbilo del inicio, en la eternidad del desenlace, está. ¿Y después? Después la lluvia cae en todas partes, al mismo tiempo, sin discriminar; lluvia socialista, lluvia dogmática, lluvia que barre (si nos dejamos mojar). Pd: no hay nada peor que no restarle las desilusiones a una alegría, y ser conscientes de cuánto nos costó la sonrisa. Como escribió Longfellow: Después del amor, lo más dulce es el odio.
Se quiebra una rama, se desvanece una nube, la humedad se hace aire, que se hace nube, que el viento deshace, que rompe una rama, que cae al suelo, y nadie oye. Lo peor es no ver las señales, creer que es con o contra alguien, entrar a la jaula sin haber ubicado antes la salida. ¿La salida a dónde? ¿La salida a qué? ¿La salida?
Pero entonces: un día. No uno a la vez, sino aglutinados, decenas y mareas de días apretujados en un instante, en un pensamiento que no tiene nada de eterno, sino todo lo contrario: transformador. Y después, la imposibilidad de ver las cosas como eran antes, como pensábamos que eran antes, como queríamos que fueran antes. Al final, casi siempre peleamos porque nada cambie, pero ese afán nos cambia, indefectiblemente, y tarde o temprano todo es una mentira. Todo. A veces la vida es un ejercito armado hasta los dientes, y nosotros, quienes jalamos el gatillo.
Foto: @PHTICOCID.