Es muy factible que en el comienzo de la militancia, sea en el espacio o partido que fuera, te tiren por la cabeza algún que otro libro o manual. La militancia no es un fin en sí mismo, sino un medio para forjar crítica y compromiso con el bien común. Lejos de los clichés que la asocian con fanatismo o sectarismo, una verdadera militancia política debe ser un espacio de reflexión y acción. Implica entender que la política es el ámbito donde se negocian y materializan los sueños colectivos, y que, para incidir en ella, se necesita algo más que buenas intenciones: se necesita formación.
Aquí radica el primer desafío. En una era donde la inmediatez de las redes sociales parece definir el alcance de la participación política, el militante debe resistir la tentación del "impacto efímero". Ser militante no es acumular likes o retuits, sino formarse en el análisis profundo, en la comprensión de la historia y en la capacidad de articular soluciones para los problemas actuales. Implica trabajar con paciencia y rigor, construyendo vínculos reales en el territorio.
Es entonces cuando la formación de cuadros políticos es el paso natural y necesario para que la militancia no se quede en la mera acción reactiva. Un cuadro no es solo un activista; es alguien que ha internalizado valores democráticos, domina herramientas técnicas y sabe traducir la esencia de las ideas en políticas públicas concretas. Sin embargo, esta construcción exige algo más que cursos y talleres. Requiere una inmersión constante en la realidad que se busca transformar. Los cuadros políticos deben formarse no solo en las aulas, sino en la práctica territorial, en el diálogo con las bases y en el aprendizaje del conflicto como motor de cambio. Solo así podrán responder a las complejidades de la política contemporánea.
Puede que esté equivocado, pero esto es lo que aprendí a lo largo de estos años en el Radicalismo. Esencialmente desde el momento uno, cuando allá por el secundario nos tiraron sobre la mesa, a varios compañeros y a mí, una copia de un cuadernillo que se titulaba “Discurso de Parque Norte”.
¿Qué era aquello? Respondiendo con palabras de mi responsable de ese entonces: “...uno de los discursos más trascendentes de la historia política argentina del siglo XX.”. Nos dejó sin palabras a los que atestiguamos esa escena. Es que éramos unos pichis y a mí eso me molestaba. No sabíamos absolutamente nada por encima de nuestra experiencia militante del día a día en la escuela secundaria. Fue entonces que me encerré con esa copia en mi cuarto, a leer toda la noche aquellas 60 páginas A5 que había editado la mesa regional de la Franja.
Quedé embobado.
Desde las primeras palabras ya contagiaba entusiasmo. No podía parar de recorrer aquellas ideas hasta el final. Paraba y analizaba. Anotaba. Preguntas, certezas y conclusiones que con los años se volvían cada vez más elaboradas. Es que aquello fue el evento canónico del inicio de mi formación política. Debe ser la obra maestra de todos los militantes radicales de este siglo (o eso al menos espero yo).
Muchas veces me hice la siguiente pregunta: ¿Acaso los presentes en Parque Norte eran conscientes de lo que iba a acontecer?
Con los años coseché una amistad con Federico Storani y decidí mandarle un mensaje al estar escribiendo esta columna. Él fue quien me ha expresado sus sensaciones de aquel 1° de diciembre de 1985. Me escribió: “Sabíamos que era un discurso muy importante porque él había estado trabajando mucho tiempo con economistas, sociólogos e intelectuales. Y a nosotros (la coordinadora) nos había esgrimido la síntesis del discurso. Por eso se le dio un marco importante para que ese discurso pudiese tener una recepción muy grande”.
Esas palabras pronunciadas por Alfonsín mantienen una vigencia indiscutible y, en ciertos aspectos, resultan aún más relevantes en la desquiciada actualidad.
No admite dudas. La obra de Parque Norte no reside en una ambigüedad circunstancial, sino que tiene paráfrasis histórica. En ella se despliega una visión dialéctica que enfrenta los dilemas históricos de la modernización, la equidad y la consolidación democrática. Es por ello que la propuesta de Alfonsín se articula en torno a tres ejes: una democracia participativa, una ética de la solidaridad y un proyecto de modernización que integre justicia y progreso.
La estructura del discurso refleja un agudo análisis de la realidad argentina. Enfrenta una tensión central: cómo superar la dicotomía entre el orden conservador y el cambio revolucionario, una disyuntiva que ha bloqueado históricamente el desarrollo del país. Alfonsín argumenta que la democracia no debe ser vista como un simple procedimiento institucional, sino como un espacio que permita resolver las contradicciones sociales en un marco de pluralismo y consenso. Esta perspectiva dialéctica rechaza tanto el autoritarismo como el individualismo egoísta, proponiendo una síntesis que combine el respeto a las reglas con una apertura al cambio transformador.
Uno de los puntos más innovadores del discurso es su énfasis en la necesidad de un pacto democrático. Este pacto no se limita a acuerdos entre elites, sino que demanda la participación activa de todos los sectores de la sociedad, superando décadas de fragmentación y enfrentamiento. La ética de la solidaridad que propone Alfonsín se basa en una justicia distributiva que prioriza a los más vulnerables, pero sin caer en paternalismos. Este enfoque reconoce que la democracia sólo será viable si logra articular intereses diversos en un proyecto común que trascienda las divisiones tradicionales.
Lo más paradójico de todo, más en clima global que vivimos, es que Alfonsín conecta en aquel discurso el destino de Argentina con su inserción en el mundo, destacando la importancia de una modernización que no sea un mero calco de modelos externos. Para él, la tecnología y el desarrollo económico deben estar subordinados a valores democráticos y éticos. Este planteo es profundamente dialéctico, ya que busca reconciliar la necesidad de competir en un sistema globalizado con la preservación de una identidad nacional inclusiva. En última instancia, el discurso es una invitación a construir una democracia que no sea solo un sistema de gobierno, sino una forma de vida basada en la justicia, la solidaridad y la esperanza en el futuro.
Cuánta vigencia tiene todo ello 39 años después. El último gran aporte del radicalismo a los problemas trascendentales de la República. Una obra política a la espera de ser consumada, en un contexto político marcado por una escalada de tensiones, discursos violentos y polarización.
La sociedad argentina parece atrapada en las mismas trampas de enfrentamiento y fragmentación que el expresidente diagnosticó hace casi cuatro décadas. Los recientes episodios de violencia política, junto con las profundas rispideces entre los principales actores gubernamentales y opositores, revelan la falta de un pacto democrático real. Las confrontaciones públicas no solo debilitan la legitimidad de las instituciones, sino que erosionan el tejido social, alejándonos de la visión de una sociedad plural y solidaria que Alfonsín promovía.
La ausencia de un diálogo constructivo en el gobierno nacional y en el sistema político en general contrasta con el llamado de Alfonsín a construir consensos básicos que respeten las reglas del juego democrático. Hoy, en lugar de fomentar el pluralismo, se percibe un retorno a prácticas autoritarias disfrazadas de defensa de la democracia. Las decisiones políticas no siempre parecen orientadas hacia el bien común, sino hacia el fortalecimiento de intereses sectoriales, avivando aún más el resentimiento social y las divisiones históricas.
Por otra parte, el énfasis de Alfonsín en la ética de la solidaridad es un recordatorio crucial frente a un escenario donde prevalece un discurso que exacerba el individualismo y desdibuja la responsabilidad colectiva. La idea de priorizar a los más vulnerables y reconstruir la confianza mutua es un desafío urgente para una Argentina que enfrenta niveles alarmantes de desigualdad, pobreza y exclusión. Para superar la crisis actual, es necesario recuperar los valores de la cooperación, la tolerancia y la búsqueda de soluciones pacíficas que el ex presidente planteó como pilares de una sociedad democrática madura.
El Discurso de Parque Norte no es solo un documento histórico; es un llamado a la acción para mi generación. Ante el panorama de violencia y crispación, volver a Alfonsín significa retomar el camino del pluralismo, la justicia y la integración, con la convicción de que sólo a través del diálogo y la participación amplia se podrá construir una democracia que sea, como él decía, más que una forma de gobierno: una forma de vida.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)