Como todas las mañanas, tengo que convivir con diferentes seres que, como yo, odian la mañana y tienen que aventurarse en un colectivo apilado hasta los dientes. Y sí, las mañanas son duras. El alba, esas horas complejas de nuestra existencia, es la composición de momentos oscuros donde el ser humano entra en el proceso cotidiano de la vida; y yo no lo atravieso de la forma más cómoda. Sintéticamente, me cuesta horrores. Esta es una conversación semanal que tengo con mi psicoanalista, quien me pregunta: “Ay, nene: ¿Cuándo vas a dejar de procrastinar la mañana?”. Es una pregunta que aún no puedo responderle.
Por eso necesito estar tranquilo cuando me subo al colectivo. Unos cinco minutitos de introspección para subirme y convivir con el mal humor de la gente. Una penumbra, por así decirlo, entre el sueño y el estar despierto del todo. Si me dieran a elegir, en la Argentina es preferible estar soñando.
En ese drama personal matutino, me adentré en la parada a esperar el bondi. Tuve la suerte, el privilegio, de que viniera semivacío. Así que me senté al fondo y me dispuse a retomar una novela que había dejado hace unos días. Ni en pedo iba a agarrar el teléfono. Las redes eran un lloriqueo tras otro por el resultado de las elecciones en Estados Unidos, concretamente entre nuestra clase media aspiracional y nuestra oligarquía criada en Miami. Sin embargo, las connotaciones surgieron en el trayecto del colectivo hacia mi trabajo.
A las dos paradas, subieron dos señoras. Evidentemente eran madre e hija. La anciana, a ojo, rozaba los 80, y la menor los 50. Traían muchos papeles y bolsas en la mano; claramente venían de hacerse estudios. Se sentaron al fondo, justo al lado de quien les cuenta. Tal era el tono con el que se expresaban que ni la mayor concentración, ni siquiera la experiencia lisérgica más profunda, podría haberme abstraído de lo que conversaban.
“Tata, la situación de los americanos lo afecta a Jorge. Vos sabés muy bien que él importa esos celulares de la manzanita para acá. Mirá si se dispara el dólar”, le decía la menor a la anciana. “Mer, cuando te crié, me preocupaba más que tu escarapela estuviera bien planchada en los actos de la escuela que quién iba a ser el presidente de Estados Unidos. Así que dejá de llorar por tu hijo; bastante boludo es”, refutó la Tata, y fulminó el debate con: “Además, ya te dejó dos carreras. Y a vos, ¿qué carajo te va a importar Trump, si vos vivís en Liniers?”. La conversación quedó ahí. Después retomaron necedades de su vida cotidiana y se bajaron cerca de la Av. 9 de Julio.
La verdad es que estoy en el equipo de la Tata. No veo por qué tanta alarma por el triunfo republicano en las urnas. No vivo en Estados Unidos y, por sobre todo, no me genera mucho atractivo el anacrónico sistema de colegio electoral que pregona la mayor potencia occidental de nuestro tiempo. A mí dame la mística del voto popular. Aun así, la tortuga que no hay que dejar pasar es que Trump plantea una política internacional absolutamente diferente a la de la administración demócrata.
Sobre este punto, se me viene a la cabeza lo que emulaba Perón: “La verdadera política es la política internacional”. No creo que lo haya dicho en el sentido pueril de la afirmación, sino en la manifestación concreta de que la praxis política en el marco de las relaciones internacionales debía hacerse en pos de los intereses de la nación y no en la consecución de un lineamiento político a nivel internacional. No hace falta dar ejemplos, ya que el General demostró que no tenía problemas en transar con nadie, desde la revolución cubana hasta la España de Franco.
Es en este marco de ideas que debemos analizar que el reciente triunfo de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos marca un hito importante en la política estadounidense y, por fin, en su relación con América Latina. Este resultado no solo refleja una polarización interna en la política estadounidense, sino que también nos lleva a reflexionar sobre cómo el Partido Republicano ha evolucionado desde la era de George W. Bush, especialmente en términos de política internacional.
Bajo la administración de Bush, después de los ataques del 11 de septiembre, Estados Unidos adoptó una postura intervencionista en el mundo, con guerras en Irak y Afganistán que redefinieron las dinámicas geopolíticas de la región. En contraste, el Partido Republicano actual, liderado por Trump, parece más centrado en el nacionalismo y el aislacionismo, con un desdén por las alianzas tradicionales y un enfoque más pragmático y menos idealista hacia los conflictos internacionales. Este cambio puede tener un efecto profundo en cómo interactúa Estados Unidos con América Latina, donde las prioridades pueden no alinearse con las preocupaciones tradicionales de seguridad y democracia que dominaron la agenda en la década de 2000.
Desde una perspectiva latinoamericana, por así decir, el ascenso de Trump tiene implicaciones significativas, especialmente para países como el nuestro. La administración Trump ha mostrado un interés limitado en la región, a menudo priorizando las relaciones comerciales y la inmigración sobre la cooperación en temas de desarrollo o cambio climático. Esto podría resultar en una falta de apoyo para iniciativas que afectarían a nuestra república, que enfrenta desafíos económicos y sociales profundos.
Creo que hasta el mismo Milei se está dando cuenta de ello. Parece que ni los apoyos desmedidos ni las arrodilladas indignas pueden enfocar la mirada del gigante del norte en el sur del continente. Es que nuestro presidente debe estar perseguido por el enfado de la indiferencia de Trump al no contestarle ni un solo llamado. No le atienden el teléfono y el Peluca debe volar en cólera. Su retórica puede no ser suficiente para atraer la atención de la administración estadounidense. Trump no se toma en serio a Milei, considerándolo más como una figura populista que como un aliado estratégico. Esta subestimación podría dejar a la Argentina en una posición vulnerable, donde la búsqueda de apoyo internacional se complica por la falta de seriedad que los líderes estadounidenses otorgan a sus contrapartes latinoamericanas.
En síntesis, la falta de atención a líderes emergentes como Milei y el enfoque limitado en la región podrían llevar a un período de incertidumbre donde América Latina deberá buscar alianzas y estrategias alternativas para enfrentar sus desafíos.
Quizá en el fondo, la indiferencia de Trump hacia nosotros y la desesperación de Milei por captar su atención sean un recordatorio de algo esencial: el lugar de América Latina en el tablero global no se define por la mirada o el interés de otros, sino por lo que nosotros mismos construimos y valoramos. A veces, nuestra atención se desvía hacia líderes extranjeros y potencias que miran con desdén o con un interés superficial, mientras dejamos de lado las urgencias, desafíos y potencias que yacen en nuestra propia realidad. Tal vez, como decía la Tata, “¿qué carajo te va a importar Trump, si vos vivís en Liniers?”. Porque, al final del día, se trata de saber qué queremos para nosotros mismos y de decidir si realmente necesitamos la validación de un gigante que solo mira en su propia dirección.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)