Sin quererlo, y sintiendo repugnancia de sus propios pensamientos, ahí, parado como una estatua silenciosa, se acordó de un chiste. En mi pueblo hay un solo policía y un solo ladrón, así que, cuando falta algo, ya sabemos quiénes pudieron haber sido. Se sonrió intentando contener la bola de aire que escaló desde su estómago. Cotejó que nadie lo estuviera mirando y se tapó la boca para aflojar la risa que, al igual que con los sentimientos, cuando intentamos reprimirlos se potencian. Reprimir sentimientos, pensó, qué costumbre tan proletaria. Volvió a reírse, ya sin tapujos; qué sentido tenía. Reír y llorar, no hay diferencia; después, sin darse cuenta, murmuró: a veces llora más quien gana que quién siempre ha perdido. Alguien respondió susurrando: acá hemos perdido todos.
Cerró sus ojos y pensó en Goya y en la noche del tres de mayo; pensó en los fusilamientos, en la resistencia de los Españoles frente a los Franceses, en la ejecución de inocentes y culpables, en las manos en alto de aquel hombre con camisa blanca, en los fusiles apuntándolo, en los cuerpos que yacían debajo de él, en la sangre rojiza matizada con la tierra. Pensó en la tierra; pensó que eso era la muerte.
Por suerte existe el arte, pensó después, para hacernos resistir y no doblegarnos, para mirar el agua y no beber, para saber cómo sabe, o cómo no; para que nunca olvidemos la escasa singularidad de los eventos, la brutal y arrolladora explosión de un sentimiento, la fatalidad y eternidad de un último acontecimiento. Abrió los ojos y el mundo seguía girando, la gente seguía llorando, la gente seguía riendo. Y después pensó, como si leyera, como si la copla hubiera estado guardada en su memoria, lista para ser evocada: necesito gastarte antes de soltarte, tomar cada recuerdo y deshacerlo de tanto pensarlo, hacer, de todo eso, algo que no esconda secretos ni rencores, hacer de vos algo que ya no sirva, siquiera, para lastimarme.
Pensó en salir a fumar, desistió: el tiempo parecía detenido, igual que un recuerdo en la memoria, y ver la calle, los autos, la forma en la que los transeúntes caminaban urgentes y esquivaban charcos, era bastante parecido a decir esto ya pasó, se olvidó, así, en cuatro pasos. Miró por la ventana; quizá la muerte es una ventana, pensó. ¿Que mira a dónde, que ventila qué? Vió a alguien allá afuera, en el parque verde, como fuera de foco, indescifrable: presente y ausente a la vez. Dijo: eso es algo, también. Necesitaba aspirar aquel aire a desazón, aquella nube que se cargaba con la humedad de las lágrimas antes de secarse sobre la piel y, sobre todo, necesitaba encontrar la diferencia entre un estadío y otro. Se pellizcó el brazo: estaba vivo; pero no le dolió, y después se sintió apagado, traslúcido: asquerosamente vivo.
Vivir es sufrir, aunque nos empecinemos en todo lo contrario; y todo empieza cuando ese sufrimiento nos lleva a encontrar la belleza que supone vivir buscando cómo salir de él, cómo escaparnos de él, igual que de un tiburón ansioso por comernos una pierna, o un brazo, o el cuerpo entero, dependiendo del hambre que tenga.