Han sido semanas convulsionadas para un Alfonsín que post mortem no deja de crecer e incomodar. A pesar de lo que manifiestan sus detractores; su historia, lo que él simboliza va a contrapelo de una sociedad injusta e indiferente al sufrimiento colectivo humano. Aquella quimera que en estos tiempos corporativistas nos quiere inmiscuir el poder de turno.
Personalmente, me atrae profundamente la figura de Raúl porque creo que los valores que encarna son imprescindibles para la construcción de un país mejor. Es la constitución de un mito que no pueden sulfatar de las piedras. Su legado en la política argentina trasciende la historia y las ideologías. Se le recuerda como el “Padre de la Democracia”, no puede ser de otra manera; un título que le fue ganado con años de convicciones, batallas y una integridad que aún hoy se evoca en un país marcado por crisis recurrentes y renacimientos constantes.
Sin embargo, el verdadero legado de Alfonsín no radica únicamente en la restauración democrática de Argentina, sino en la concepción de una democracia activa y en construcción. De hecho, Alfonsín representa, quizá, la misma necesidad humana de “volver a nacer” en un sentido espiritual y ético, de redescubrir valores y proyectos colectivos que refuercen nuestra identidad como sujetos políticos.
En un país donde la crisis y la esperanza coexisten como dos polos que tiran del alma colectiva, la figura de Alfonsín es un recordatorio del poder regenerativo de la democracia. Durante sus años de mandato, enfrentó la difícil tarea de refundar el país sobre bases de paz y respeto por los derechos humanos, en un momento en el que las heridas de la dictadura militar aún sangraban. Su presidencia fue un ejercicio de valor, en tanto convocaba a los argentinos a construir juntos, a mirar hacia adelante y, sobre todo, a apostar por un “nosotros” sin revanchismo ni rencores.
La democracia de Alfonsín, en este sentido, no era solo un sistema de gobierno, sino una praxis de vida donde el ciudadano era, ante todo, un ser en proceso, en constante transformación y aprendizaje.
Alfonsín cultivó esta idea del “seguir naciendo” no como una mera consigna política, sino como una postura filosófica que invita a repensar la democracia en términos de comunidad y ética. No es casual que sus discursos apelen a una moral de la reconstrucción. Sabía que el tiempo democrático no es lineal, que la política exige una disposición cíclica: aprender de los errores, caerse y levantarse, renacer en cada acto colectivo. En un sentido nietzscheano, Alfonsín parecía apostar por un eterno retorno de la voluntad democrática, donde cada generación debía rehacer el pacto social, regenerando así la vida pública en un ciclo incesante de nacer y renacer.
Desde esta óptica, el “volver a nacer” de Alfonsín se inscribe en una tradición profundamente humanista, donde la política es una extensión de los valores éticos. En su mirada, el Estado no es una entidad fría y distante, sino el producto de la voluntad de seres humanos imperfectos que, pese a todo, siguen apostando por la posibilidad de algo mejor.
Quizá por eso su imagen resurge en tiempos de crisis. Tal vez esa saña de dañarlo que tienen sus detractores. Ese miedo constante a que la voluntad democrática sea la partera de los argentinos. Como una suerte de símbolo que renueva el imaginario colectivo y recuerda a la Argentina que hay una salida en el renacer constante. Su pensamiento y su vida política son, en esencia, un recordatorio de que el compromiso democrático implica, ante todo, un deber moral hacia los demás.
Dos cosas acompañaron a Alfonsín durante toda su vida. Esa mirada profunda que lo convirtió en un símbolo y su incansable vocación militante. Creo que terminé de comprender su destino, cuando conocí a Rocío Alconada, su primera nieta. Ella me regaló la imagen más viva y entrañable de Raúl. “El gordo”, como lo apodaba ella dada su contextura física, era un reflejo íntimo de Alfonsín, como si su legado, lejos de limitarse a la esfera pública, hubiera encarnado en su propia familia una calidez y sencillez que complementaban su carácter público.
Rocío me habló de un abuelo que, a pesar de sus obligaciones y de la intensidad de su vida política, siempre encontraba tiempo para escuchar, para ofrecer un consejo desinteresado o compartir una charla familiar llena de risas y anécdotas. A través de sus palabras, entendí que Alfonsín fue un hombre que nunca dejó de ser humano, que no permitía que el peso de su figura borrara sus errores y su constante autorreflexión como abuelo y amigo.
Fue esa faceta más íntima, tan cercana y tan humana, la que Rocío me reveló como un legado adicional de Alfonsín: la idea de que el político no solo se define por su acción pública, sino también por su capacidad de ser ejemplo en lo privado. Ella me mostró cómo el compromiso de Raúl no era solo con su país, sino con la construcción de una familia unida, resiliente y profundamente solidaria. Allí estaba su auténtico legado, y tal vez su verdadero destino: no solo guiar a un país, sino inspirar, con su ejemplo cotidiano, a quienes más lo amaban.
Por más que hoy sea un símbolo universal de nuestra democracia, Raúl nació y murió en su profunda humildad y calidez humana. Es una de sus condiciones que creo que hay que rescatar. La otra es que arruinó todos los planes de sus verdugos. Los que buscan manchar su legado, lo hacen volver a nacer.
Ahora bien, ¿Por qué será que Alfonsín tenga esta notable costumbre de seguir naciendo? Cuando más lo insultan, más lo manipulan, más lo traicionan, más nace. Es el más nacedor de todos los políticos del Olimpo argentino.
Es como si su legado fuera una llama inextinguible, que no se debilita, sino que se fortalece en la adversidad. Alfonsín parece tener la extraña virtud de desafiar el tiempo y las intenciones de aquellos que buscan deslegitimarlo; renace en cada memoria, en cada palabra honesta, en cada discurso que recuerda que una democracia social es posible. Es este renacer constante, esta capacidad de volver a la vida, lo que hace de él una figura única, alguien que perdura no solo en los libros de historia, sino en el alma de una Argentina que, por encima de sus crisis y sus cambios, sigue necesitando creer que la vida democrática va a llevarnos indefectiblemente a un país justo, libre y solidario.