La verdad, casi siempre, tiene la cualidad de despertarnos a los golpes. Y después: la vida, que se aparece de lleno como un rayo, dura un instante, y se va. Hay que tener los ojos bien abiertos, estar atentos, resistir con soltura, y estar preparados para que lo efímero sea, al final, algo trascendental. Es así: si la consecuencia de la frivolidad es un ser humano frío y transparente, la antesala de la vida debería ser, necesariamente, metafísica y enigmática.
Cuado era chico me gustaba jugar al quemado. El juego es sencillo: un grupo de un lado, otro del otro, y una pelota que se lanza con la intención de golpear al contrincante, o sea quemarlo. Si después de golpearlo, la pelota toca el piso, el jugador pierde. Pero, al igual que en la vida, en donde los afectos son los que terminan soportando las cruces que cargamos, si después de golpearlo, alguien logra agarrar la pelota antes de que toque el piso, el quemado se salva y continúa jugando. Si la pelota te golpea y cae, perdés. Si la agarrás, como un arquero, y no cae, te salvás a vos mismo. Al final, gana el último que queda en la cancha. Siempre me pregunté lo mismo: ¿no debería ser, el ganador, no aquél o aquella que esquive más lanzamientos sino, por el contrario, aquél o aquella que más reciba y, así y todo, siga en pie y con ganas de seguir jugando? El juego es un mal ejemplo que tiene, por único logro, enseñar mal lo que nadie sabe: a vivir; y que además redime y premia al cobarde que se esconde tras el cuerpo mutilado de quién se pone al frente, o a quien esquiva los golpes sabiendo que tendrán, indefectiblemente, otro destinatario (un compañero). Solo una cosa es cierta: hay que moverse rápido para, al final, no estar de paso. O dos: quizá la vida no sea un juego que se enseña, sino, una batalla que se aprende, jugando.
Un amigo me cuenta que Emilio (un amigo suyo, artista, pintor tremendo) le dijo que, en el arte, hacer llorar es sencillo; que hasta una cebolla, o una novia, o un amigo, o un presidente (ese ejemplo lo agregué yo), poseen la capacidad de hacerlo. Pero que, en cambio, el desafío del arte es la risa: generar alegría a través de él. Tiene lógica; el arte se parece a la vida, o viceversa, y al final, lo más difícil, por más contradictorio e incongruente que parezca, es sobrevivir: morir es fácil. Pienso en la observación de Emilio, y adhiero, pero me vienen a la mente sonrisas que escondieron maldad y sadismo, y no puedo sino pensar que la risa es algo de lo que todos deberíamos desconfiar. El mundo se ha transformado rápidamente en algo aparatoso, y las relaciones, consecuentemente, en algo imaginario; y ahora, aunque no lo queramos, reír (o sonreír) ya no es un acto de rebeldía necesaria, sino más bien, y casi siempre, una mentira bien contada que, basada en una ética ya antigua, terminó rebajándose a lo meramente estético. Pero: fingir ser feliz, o simular reír, en verdad, ¿no es lo más triste del mundo? (En este mundo) están pasando demasiadas cosas raras.
Leo Relatos reales, de Javier Cercas, y dice: Después de todo, es verdad que en nombre del coraje se han cometido muchísimos crímenes, pero más todavía se han cometido en nombre de la razón, y a nadie se le ocurriría renegar por eso de ella. Me rio leyéndolo, pero también lloro, cuando cita a Jean-Paul Sartre y dice: el infierno son los otros. Después pienso en el Indio Solari, y canto: siempre hay un quilombito en un cielo de dos. O de diez. O de miles. La verdad, casi siempre, termina siendo algo trivial; la verdad es una pera, un zapato, un botón… cosas sin demasiada importancia de las que bien nos vendría reírnos, o llorar, o ambas a la vez; y que eso no tenga nada de raro.
Foto: @phticocid.
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