El gélido mediodía en el que se miró en el espejo y, gracias a que era sábado y su prisa esos días se disipaba no solo en las acciones más comunes como apoyar los pies sobre el suelo o tirar su flequillo hacia atrás justo antes de encaminarse hacia el baño, sino también en la velocidad con la que elegía qué ropa ponerse y en cómo se la ponía, no de parado como cualquier día laboral sino sentado sobre una silla, notó sorprendido y desilusionado que el espejo le devolvía algo diferente a lo que esperaba. Parado, aún en calzones y medias, inclinó su cabeza buscando otro ángulo visual, vaya uno a saber por qué, o qué entretejido mental le llevó a hacer eso, pero todo seguía igual, ósea diferente, y después la giró hacia el otro lado: lo mismo. No se reconocía. Estaba estupefacto; no parpadeaba, no respiraba, y temblaba como una bandera en la punta de un mástil: así, con todo su cuerpo, no intermitentemente sino con ritmo y armoniosamente. Preocupado y ansioso por encontrar una justificación, pensó que el espejo se había arruinado, sin más, de la noche a la mañana, y que eso lo explicaba todo. Se vistió sin dejar de mirarse y después se puso las zapatillas y salió a la calle. Nervioso caminó las tres cuadras que lo separaban de la plaza intentado dilucidar lo que el espejo le había devuelto, y al llegar me encontró a mí: me miró y me saludó con desesperación, aunque yo no lo conocía.
Lo miré con indiferencia y le devolví el saludo; a veces olvido las caras, aunque nunca los nombres, y a pesar de que mi memoria trabajó velozmente para encontrar el sustantivo correcto: nada. Empecé a estirar mis músculos y él ahí, a mi costado, repitiendo mis movimientos, y más tarde, cuando empecé a trotar, él también lo hizo, como si fuera la cosa más normal del mundo que, aunque lo era, era también la primera vez que pasaba. Durante la primera vuelta a la plaza me relató todo lo que le había pasado desde que había amanecido. El espejo, el reflejo, su espasmo. Yo lo oía en silencio, respetando mi respiración deportiva: inhalar por la nariz, exhalar por la boca. Y después seguimos en silencio, a pesar de su última frase, que en verdad fueron dos preguntas. ¿Me ves diferente? ¿Algo cambió? Pensé que estaba loco, que hablaba para ordenar sus ideas, que necesitaba hacerlo, qué se yo qué pensé: me limité a seguir con mi rutina intentando no caer en su trampa verbal de responder y subirme a una conversación que no me interesaba. Cuando terminamos de trotar elongamos nuevamente, señal de que todo llegaba a su fin, pero entonces me preguntó si no quería ir hasta su casa, a ver el espejo, a ver qué opinaba yo, que, si tendría solución, preocupado no sé si por lo que podría costarle el enredo o, acaso, por si era el inicio de un problema aún mayor. Y yo, que aquel sábado tenía pensado sentarme a terminar la novela que estaba leyendo, vaya uno a saber por qué, le dije que sí, que, con gusto, que fuéramos pero que no disponía de mucho tiempo porque, mentí, tenía que cortar el pasto de mi casa aunque vivo en un departamento, quinto B, al contra frente y sin balcón. Caminamos en silencio y ansiosos: yo pensando en con qué iba a encontrarme, él seguramente sabiendo que esa noche dormiría con las luces encendidas. Cuando llegamos a la puerta de su casa y sacó la llave de su bolsillo y la metió en la hendija y la giró, no pude evitar sentir, nadie puede hacerlo, que aquél living angosto, esa lámpara de pié cromada, la alfombra gris, e incluso el cuadro de Botero, Cuadrilla de toreros, ya los conocía. Todo está guardado en la memoria, aunque a veces ignoramos qué rutas tomar para alcanzarlo. Yo ya estuve acá, pensé, pero, claro, no me escuchó.
Y ahí estábamos los dos, de pié frente al espejo, en silencio, mirándolo y mirándonos como si fuéramos un atardecer en el campo, cuando clavó sus ojos en los míos y me preguntó quién era yo, cómo había entrado a su casa, dónde estaba su amigo, que cómo era posible, y que iba a llamar a la policía. Hice lo que cualquier persona razonable haría en una situación como ésta: corrí sin parar, hasta perderme.
Volví cada sábado a la misma plaza pero jamás lo volví a ver. Jamás. ¿A dónde van los que dejamos de ver, los que fuimos, los que nunca seremos? ¿Dónde se esconden, dónde nos escondemos, en qué metamorfosis nos desvanecemos? Hasta que lo entendí: lo que no cambia se transforma en una mentira.