Hace una semana, deprimido y bajo la lluvia, vi a una señora apoyada en la puerta de su casa, haciéndome señas. Yo estaba con mi perro, cumpliendo la habitual salida para sus necesidades fisiológicas. En medio de la tormenta, crucé la calle y me acerqué a ayudar a la anciana. “Ayudame a llegar a la esquina que ese pendejo me cagó con las medialunas”, me dijo. Así que, con su andador, mi perro y un paraguas, nos aventuramos en el caos de la lluvia, dispuestos a reclamar justicia por las facturas mal entregadas. Estaba indignada. “Me enerva que me quieran embaucar así”, reafirmaba. Le dije que creía que no era para tanto y me respondió que me faltaba “amor propio”. Me fulminó.
Con esfuerzo, llegamos a la esquina. El chico que atendía la panadería ni la reconocía. “Señora, acabo de abrir. Nunca la vi”, decía mi contemporáneo, y yo le creía. En medio de tanta tensión, decidí comprar las medialunas que faltaban para terminar con la situación y emprender el regreso. La señora, molesta, me regañaba diciendo que no necesitaba limosnas. Yo solo quería terminar con el mal rato para seguir hundido en mi propio pozo. Pensaba que mentía o que estaba senil. ¿Cómo es posible que una mujer saliera con andador, dejando la comodidad de su casa, un sábado lluvioso, solo para reclamar unas facturas? Era todo muy ilógico.
Al llegar a su domicilio, la escena me demostró mi vago prejuicio. Su cuidadora la esperaba, llorando en la puerta. “Mirtha, ¿cómo vas a salir así?”, le reprochaba la joven. “Lucía, te cagaron con las facturas y este nene, con su falsa condescendencia, me las compró”, replicó Mirtha. Entraron a la casa, y yo seguí mi camino con mi perro.
Pasó el tiempo, atravesé el pozo en el que estaba sumergido, y este sábado me la volví a cruzar. Esta vez, estaba sentada en su andador en la calle. “Ja, acá viene el niño que regala facturas”, me dijo sonriendo. “¿Estás mejor?”, agregó. “No sé de qué habla”, le respondí, intrigado. “Hablo de la historia de amor que llevás grabada en la cara”. Me desnudó, así que me senté a charlar unos minutos con ella.
La historia en sí misma no tiene mayor relevancia. Sin embargo, creo que refleja la sabiduría y la templanza que poseen los adultos mayores en su manejo de la vida. ¿Qué tan valiosa es esta gente? Hoy, para la agenda política y social, la respuesta es: prácticamente nada. No voy a adentrarme en los trágicos episodios de represión que han vivido varios jubilados esta semana. Tampoco voy a hablar del veto presidencial y de la falta de empatía. O de como viejos gestores del Estado se rasgan las vestiduras en defensa de los ancianos de forma hipócrita, cuando durante su tiempo no han hecho nada significativo por ellos. No vale la pena, es inconducente gastar energía en justificar lo injustificable. Así somos como sociedad: le tenemos fobia a los mayores, al elixir de la vida, según muchos.
Y no es algo exclusivo de la metamorfosis humana; la naturaleza está programada así. ¿Acaso los lobos ancianos no son marginados para luego alejarse y morir en soledad? El mundo por sí mismo es cruel con lo viejo.
En fin, la vejez, una etapa inevitable de la vida, es paradójicamente una de las más marginadas y desvalorizadas en muchas sociedades contemporáneas. Este fenómeno, los analistas lo suelen denominar gerontofobia, lo que en vagas palabras refleja un profundo temor y rechazo hacia el envejecimiento y, por extensión, hacia las personas mayores. En lugar de ser vistas como pilares de sabiduría y experiencia, los ancianos son frecuentemente tratados como una carga económica y social, especialmente en el contexto de los sistemas de jubilación. Este proceso de exclusión es un reflejo de una sociedad que, obsesionada con la juventud y la productividad, margina a quienes ya no encajan en esos ideales.
Seamos sinceros con nosotros mismos: a muchos nos molesta la vejez. Preferentemente a la juventud. Nos aterra el paso del tiempo. En ese marco, hay que identificar que la gerontofobia es multifacética y está profundamente arraigada en nuestra cultura. Vivimos en una era donde la velocidad, la eficiencia y la innovación constante son sobrevaloradas y las personas mayores, que no necesariamente se alinean con estas dinámicas, son empujadas a los márgenes. Se les percibe como “desactualizados”, como si la vida moderna no tuviera espacio para quienes no comprenden la globalización que se quiere imponer a los tiempos de la vida, o no pueden contribuir de manera productiva al engranaje económico. Esta percepción refuerza la creencia de que el valor de una persona está intrínsecamente ligado a su capacidad de producir y, una vez que dejan de hacerlo —generalmente tras la jubilación— se vuelven prescindibles.
“Ayer nomás en el colegio me enseñaron que este país es grande y tiene libertad”, pregonaba Moris en una de sus canciones célebres que fue prohibida por la última dictadura militar. Pero esa frase tiene un significado profundo porque muchas cosas que nos fueron inculcadas en nuestra etapa formativa, hoy son estériles y carentes de morfología. Desde Norma Plá hasta la fecha, nos vienen repitiendo que el sistema de jubilaciones, en teoría, está diseñado para ofrecer una protección económica en la vejez. Pero en la práctica, muchas veces contribuye a la segregación de los ancianos.
El jubilado -para la neurosis cósmica de este Gobierno- es visto como alguien que “ya no aporta” al sistema anacrónico que concibe el Presidente, cuando en realidad son individuos que han pasado décadas trabajando y construyendo la sociedad en la que vivimos. En lugar de ser una etapa de descanso y reconocimiento, la jubilación hoy es un sinónimo de pobreza, ya que los sistemas de pensiones en nuestro país son insuficientes para cubrir las necesidades básicas. Esto no solo es una injusticia económica, sino una profundización de la exclusión social.
El impacto emocional de esta expulsión del sistema es profundo. Los ancianos no solo enfrentan desafíos económicos, sino también una pérdida de sentido y propósito. Al ser marginados, pierden las oportunidades de seguir contribuyendo con su experiencia y de ser parte activa en las decisiones comunitarias o familiares. Además, en sociedades donde el individualismo predomina, los lazos familiares y comunitarios se han debilitado, lo que deja a las personas mayores aún más vulnerables al aislamiento y la soledad.
Es evidente que esta marginación no es solo un problema económico, sino también cultural. Pero no algo construido por este gobierno, si no una cuestión arrimada por nuestro tiempo. El envejecimiento se ha convertido en un tabú. Las campañas publicitarias, las redes sociales y el cine ensalzan la juventud eterna, mientras que las arrugas, las canas y los achaques físicos son evitados o ignorados. Este culto a la juventud genera una profunda aversión a la vejez, una etapa vista como algo que debe retrasarse o evitarse a toda costa. En este contexto, el anciano no solo es expulsado del sistema laboral y económico, sino también del imaginario colectivo, donde la vejez se convierte en sinónimo de inutilidad.
Es aquí donde voy a retomar la historia del principio para mechar un descubrimiento. Uno que me fue aleccionado por esta vecina jubilada. “A mí no me trates de usted”, me dijo enojada. Le contesté que era solo por una cuestión de respeto por su edad y lo vivido. Fue entonces que me fulminó con su sensibilidad y me dijo: “No estoy a un paso de la muerte. Es al revés. El vivir mucho no me acerca a la muerte. Me conecta más con la vida y el ocaso es solo una fábula que busca borrarme lo vivido”.
Me dejó sin palabras y recordé casi forma instantánea a Nietzsche que, reflexionando sobre la vida y el paso del tiempo, dijo: "La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño." Quizás la vejez, lejos de ser un ocaso, sea una vuelta a la esencia, a esa seriedad infantil donde la vida se entiende de un modo más profundo.
Lo que me dijo sobre mi problema emocional, me lo guardo para mí. Aún así, quiero dejar en claro que tanto Mirtha como muchos otros, no son dependientes o una carga, sino ciudadanos activos con capacidades y una riqueza de conocimiento que puede seguir aportando a la construcción de esta sociedad cada vez más fraccionada y destruida.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)