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Columnistas

Fonso y Dillom, la música y el territorio

Dos referentes de la nueva escena musical que la vienen rompiendo y, de acá a fin de año, sus fans podrán disfrutarlos en vivo.

Fonso y Dillom siguen de gira. Al primero lo acompañan Las Paritarias, banda con la que presentó el disco Día del trabajador. Tras celebrar el primero de mayo en Niceto, con invitados como Marilina Bertoldi y Daniel Melingo, y tras recorrer también Córdoba y Rosario, Fonso vuelve a tocar estos meses más cerca de la Capital. Mientras, Dillom goza del éxito y el revuelo de Por Cesárea, el disco con el que ya llenó dos Luna Park y dos Movistar Arena. Además, este mes, el 21 de septiembre, hará un show gratuito en Moreno y quién sabe qué le depara el resto del año.

Esto es una buena noticia. Mientras el Estado atenta contra la cultura nacional, muchos artistas se refugian entre los propios o se amoldan a la falta de identidad. Pero Fonso y Dillom se rebelan. En tiempos en los que parece faltar actitud, recuperan el ánimo polémico y una batalla cultural que ya se venía dando por perdida. Toman posiciones fuertes, a la vez en contra de algo y a favor de otra cosa: uno contra el nicho y la comodidad, el otro contra la igualación de la música urbana y el estereotipo del mainstream. Ahora bien: ¿a favor de qué?

Casi al principio de Día del trabajador, una voz aterciopelada canta sobre el calor de una calle porteña (Talcahuano, pero podría haber sido Cabildo y Juramento, como la canción de Conociendo Rusia). El cantante invitado es El Príncipe Idiota. Se queja con ternura de que tiene que ir a comprar cuerdas para su guitarra porque quiere escribirle una canción a su amor platónico. Aparece, así, una escena típica de una cultura cheta, una intimidad por completo desvinculada de lo social.

Pero la estrofa siguiente irrumpe con la voz de Fonso: “Siempre el mismo tema en la tele./ Ya no lo quiero escuchar”. La canción se llama “Motín”: una rebelión interna contra el orden impuesto. Fonso, que no escapa del todo a la constelación indie, empieza a diferenciarse. Ante lo endogámico de la escena independiente y su “tendencia de palermización”, como describe en su entrevista en Nada Respetable, declara su batalla.

En la canción que sigue (“Consumir”) se distingue aún más: el narrador esta “perdido en Ramos Mejía” y “en la estación de Morón”. Hace foco en una geografía que escapa de la Capital Federal. Es el conurbano, de hecho, donde Fonso nació y donde ubica buena parte de sus giras. Entrevistado, habla también de “la poca seducción del indie”, o sea de su renuncia a buscar a un otro, a ver y ser visto por fuera de lo que ya se conoce. Y frente a eso canta (junto a Marilina Bertoldi) sobre la necesidad de “salir del confort” y “respirar un poco”.

Ese confort es aquello a lo que refiere El Príncipe Idiota al principio: una comodidad que no está solo en el indie, de hecho, sino también en un rock que pretende rebelarse aunque acaba en un discurso caprichoso en busca de la aceptación de sus pares.

Claro que lo artístico tiene su correlato en lo político. Esto es aún más obvio por la estética peronista de los afiches y la tapa de Día del trabajador, o por las declaraciones de Fonso sobre que “este es un disco opositor”. Existe todavía un progresismo movilizado que se niega a estancarse y busca nuevas formas de seducir. Pero del mismo lado de la mecha hay otro, más identificado con esos círculos musicales ante los que se amotina Fonso, que sostiene la manía de cerrarse sobre sí mismo y replicar un discurso trillado.

Como alegato, en el centro del disco, Fonso los denuncia: “Enemigos de la fantasía”, los llama. Y describe con ironía a esa cultura muerta. En “Argentina freak show”, grita, “un país con poca plata”, estos artistas se niegan a mirar al futuro, a pensar cosas distintas y devienen “en cartelera de un teatro en Mar del Plata”. “No busques la cura en la enfermedad”, dice, sobre esa endogamia tentadora pero fatal. “No me escuches/ si esto te da igual./ No es necesario” porque por suerte otros vuelven a cantar lo que hace falta.

Y otro que canta lo que hace falta es Dillom. No está demás acordarse de que, hasta la pandemia, él también parecía arrancar para el mismo lado que sus colegas traperos. En 2019 incluso llegó a tener su sesión con Bizarrap. Pero algo cambió cuando en 2021 sacó Post Mortem, su primer disco, una mezcla macabra de niños y muerte, aún con anclajes en ritmos más hiteros e inocentes.

Dillom se armó de un público amplio y fiel. Gente que venía de su etapa anterior y gente que llegaba por su giro rebelde, aunque sin dejar de subestimarlo: su oscuridad era caricaturizada a veces, como si el disco fuera un juego infantil de hacerse el loco sin perder la inocencia.

Desafiar al público

Por Cesárea pisó fuerte, entonces. Como primera medida, Dillom desafió a su público. Mientras artistas como Wos o Emilia reconocen bien lo que se espera de ellos y lo entregan como un pedido de Rappi, Dillom se la puso difícil a sus seguidores. Escribió un disco sobre una relación violenta y un femicidio, se rió de la enfermedad mental y la gordura, siempre desde la perspectiva del varón. Lo que narra es truculento y expulsa. Corrió el riesgo de perder esos oyentes que lo veían como un chico inofensivo, pero amplió su registro y llamó la atención de otros. Me pregunto, con sinceridad, cuánta gente nueva llegó a aquellos artistas por sus últimos lanzamientos. Porque estoy seguro de que Dillom no para de conquistar.

Pero no se quedó ahí. Entendió que la popularidad o la masividad no es un fin, al contrario de lo que sugirió Duki cuando agotó un Monumental y se quedó sin objetivos. En todo caso, el poder de llegar a millones de oyentes es un medio. Una vez allá arriba, lejos de cumplir estereotipos o vender estéticas mil veces más rentables, ahondó en su lado más polémico.

En sus letras llenas de terror colaboraron a la vez Calamaro, hoy vilipendiado por buena parte de la cultura joven, y Lali, tan icónica, presente para plantear las contradicciones que capaz no hagan falta sortear. Como diciendo: no todo es puro, nadie es maldito ni sagrado, acá lo que importa es la unión. No se la hace fácil a un discurso totalizador.

En un click, la materia de la que estaba hecha la cultura incorporó elementos que tenía reprimidos. El terreno de discusión se amplió y la capacidad de seducir, como diría Fonso, se hizo real de nuevo.

Al mismo tiempo, Dillom se paseaba por los medios y rescataba el bardo, en contra de la idea de que había que bancar el arte porque sí, por el esfuerzo de los artistas. No: lo que hacía tenía una misión, algo en lo que creía. Y a lo que tenía en frente lo combatía: tanto a esa facilidad de satisfacer, como a la esclavitud frente a la moda y el dinero. “Vengo a declararle la guerra a Miami”, llegó a decir en Blender, sobre los traperos devenidos intérpretes pop que cantan de la fama y el sexo con acento neutro. “Siento que hay gente en la movida que no se anima a sacar algo más personal. ¿Cuánta más guita quieren?”, preguntó. “Hagan algo que esté bueno”.

En la misma entrevista, reveló que le puso un freno a su escritura en inglés. En un género en el que predominan expresiones extranjeras, Dillom se esforzó por hacerlo bien propio y sin miedo a dar nombres. En Por Cesárea se nutrió de chascarrillos criollos, con referencias al macrismo y una mención sutil a Milei. En paralelo, al presentarse en el Cosquín Rock reversionó “Sr. Cobranza” para cantar que "a Caputo en la plaza lo tienen que matar".

¿A favor de qué?, era la pregunta del principio. ¿A favor de qué cantan Fonso y Dillom? Si Fonso estalla contra el indie de Palermo y Dillom se harta del pop latinoamericanizado, lo que defienden es un territorio que va más allá de la Capital Federal pero más acá que el continente: el país.

A fin de cuentas, los enemigos en común que tienen los dos artistas son la indiferencia y el estancamiento. La música debe pensar el país, parecen plantear, y para eso no puede refugiarse, debe salir a buscar, romper los límites de los discursos y la endogamia. No hacerlo les resultaría una vergüenza.

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