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Opinión

"Mi abuela me está buscando. Ayúdenla a encontrarme"

Cartel "Mi abuela me está buscando"
Por AAIHMEG |Isabella Cosse - EIDAES / UNSAM- CONICET

El recuerdo de este aviso vuelve a mí cada “día del niño”. Me admira la inteligencia de las Abuelas para aprovechar la fecha poniendo en el centro de su denuncia la contradicción entre la entronización de la infancia y la violencia que acechaba a los niños y niñas. Dicha tensión es constitutiva de las sociedades modernas que se volvió dramática con las dictaduras del Cono Sur. Las Abuelas apelaron a esa contradicción de forma intuitiva. La estaban viviendo en su propia experiencia. Sabían que para encontrar a sus nietos y nietas debían tocar las fibras sensibles: tratar que cualquiera fuese capaz de ponerse en su lugar.

En ese aviso las Abuelas usaron un dibujo borroso. Me las imagino diagramándolo. Quizás, decidieron el texto luego de una fría tarde de invierno en la Plaza de Mayo. No utilizaron ninguna de las imágenes de los pocos niños y niñas secuestrados/as de los que tenían fotografías. No eran muchas. La mayor parte de los chicos que buscaban habían nacido en centros clandestinos. Sus madres parieron en condiciones infrahumanas, muchas fueron asesinadas después a los pocos días o semanas y muchos de los bebés fueron entregados a familias de represores o que le eran próximos para que fuesen criados en los valores dictatoriales. En cambio, otros fueron dejados en institutos de menores, instituciones de beneficencia o llegaron a familias que, sin saber su origen, los cuidaron y quisieron.

Cartel "mi abuela me está buscando"

El secuestro de niños y niñas y la apropiación de bebés no fue un exceso, ni una casualidad. Era un plan para exterminar a las fuerzas políticas cuyos integrantes eran concebidos como un enemigo que amenazaba a la nación concebida de forma esencial y asociada con la civilización occidental y cristiana. La amplitud de ese objetivo hizo que no sólo se persiguieran a militantes de organizaciones de izquierda, sino a cualquier sujeto que pudiese desafiar el orden político, cultural y social que pretendía implantar la dictadura. De allí que el terror se cerniera potencialmente contra cualquiera, incluso, contra bebés y niños/as. Su apropiación tuvo un valor estratégico y simbólico. Eran un botín de guerra.

Este conocimiento, que puede condensarse en un párrafo, fue una larga y difícil elaboración social. En los primeros años de la dictadura existía gran incertidumbre sobre dónde estaban y qué les esperaba a los chicos/as y bebés que habían sido capturados con sus madres o padres. Las organizaciones de derechos humanos compartían briznas de información de forma desesperada. A la oficina de Amnesty Internacional de Londres llegaban denuncias desde el Cono Sur y se enviaban pedidos de una “Urgent Action” a los miembros para que reclamasen al gobierno argentino y en los medios de comunicación. El 6 de enero de 1976 uno de los cables informaba que varios niños de la familia Santucho, con edades que iban de los once meses a los catorce años, habían sido secuestrados y liberados sin que se hiciese ninguna declaración. Se advertía, además, que en la misma fecha habían sido secuestrados adultos que estaban en peligro de sufrir maltratos o ser asesinados.

abuelas de plaza de mayo

En los meses siguientes las acciones urgentes que involucraban a niños se sucedieron una tras otra. Una de ellas informaba sobre tres hijos chicos (Gabriela, 4 años, Victoria 1 año y medio y Máximo 2 meses) que habían desaparecido con su madre Rosario Barredo y su pareja William Whitelaw (exiliados uruguayos) asesinados el 20 de mayo de 1976 junto al senador del Frente Amplio Zelmar Michelini y el diputado del Partido Nacional Gutiérrez Ruiz —relevantes figuras políticas y parlamentarios uruguayos. Gabriela Schroeder, la hija de 4 años, trató de no ser separada de su madre cuando ésta pudo decirle unas palabras sabiendo que serían las últimas. Estaban en el centro clandestino conocido como Automotores Orletti. Lo cuenta en El mundo nuevo, una novela que escribió con Ignacio Ampudia. Como muchos/as víctimas de su generación se valió del arte para compartir su historia.

Victoria Eva y Julien Grisonas con su madre Victoria Lucía Grisonas.

El secuestro de la familia Barredo-Whitelaw (al igual que el de Michelini y Gutiérrez Ruiz y tantas/os otros/as) fue parte del Plan Condor, en el que las fuerzas represivas actuaron coordinadamente en toda la región. Gabriela recuerda la escena. La separaron de su hermana y hermano. Ella no dejaba de preguntar dónde estaba su mamá y William. Pidió a gritos que la bajaran del auto que la trasladaba fuera del centro clandestino y las separaba de sus hermanos. Tiró por la ventana la ropa que le dieron cuando la llevaron a un departamento y le dijeron que se cambiase. Le tiró té caliente sobre las piernas al hombre que se acostó en la cama junto a ella aduciendo que ambos estaban enfermos. Estaba educada para no aceptar nada que no quisiera. Tenía edad para hablar, enojarse. Y lo hizo. Unos días después del primero, otro cable en Amnesty informaba que los chicos habían sido llevados a una estación de policía o un hospital por personas no identificadas. Gabriela y sus hermanos se reencontraron con su abuelo y su tío que los estaban buscando.

En este mes de las infancias, las políticas de derechos humanos están peligro y la pobreza infantil alcanza a la mitad de los niños.

Pienso en los muchos chiquitos que pidieron por su madre sin suerte. Y, también, imagino a los que no pudieron hacerlo porque no podían ni siquiera hablar. El aviso de las Abuelas jugaba con la voz imaginaria de uno de esos niños. Hoy contamos con muchos testimonios, como el de Gabriela, de personas que vivieron la crueldad del terrorismo de Estado siendo pequeños/as. No les fue fácil en muchas ocasiones tomar la palabra. Sus historias reponen un tiempo trágico en el que la represión de Estado —y quienes la llevaron a cabo— traspasaron un límite que debe ser cruzado: el ejercicio cruel, aberrante, de una violencia feroz contra seres humanos como parte un sistema ilegal, clandestino, inhumano.

El aviso ponía las cosas en su lugar. Los chicos tenían familias legítimas y derecho a conocer su identidad y a vivir con ellas, como las Abuelas propusieron a la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, aprobada por las Naciones Unidas en 1989. En este mes de las infancias, cuando las políticas de derechos humanos están peligro y la pobreza infantil alcanza a la mitad de los niños, sus testimonios son tesoros que debemos agradecer. Nos permitan volver a preguntar, a pensar, a estremecernos. Y, al hacerlo, reconocer ese límite infranqueable —la crueldad inhumana hecha sistema—que es nuestro mayor legado.

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