¿Se puede borrar con el codo lo que escribí con la mano?, pregunta una de ellas. No tenés un codo tan pesado, contesta la otra. A veces pasa eso: la realidad se parece a un aterrizaje sin ruedas que acaba chocando contra todos los estandartes y, sin saber quién ganará al final, batiéndose a duelo entre lo que pensamos que iba a ser, y el resultado que ha sucumbido. Pero no es intencional, casi nunca lo es. Víctimas de la torpeza, del descuido, del ya veremos, del no tiene solución, uno va cayendo lentamente en una espiral que se retroalimenta tanto, y con tanta terquedad, que en determinado momento encontrar la punta para deshilacharlo todo, es casi tan complejo como borrar un pensamiento y no volver a evocarlo.
Pero sí hay algo cierto, algo en el límite, algo que se parece a la vida, de la misma manera que un suspiro se parece a la resignación, y también, a la resistencia, y es que ningún sentimiento que destroce es un buen clavo del cual seguir colgado. Las esquirlas, cuando entran, adormecen la carne, la ablandan, y he ahí la intríngulis de la vida, toda: si tirás un florero al piso, se hace pedazos, pero si tirás los pedazos, no se hace un florero. Algo parecido sucede con las palabras.
Ahora fuman en silencio. Después de la respuesta ambas se pusieron a mirar la vereda como quien busca, a un costado, su propio dolor. Las miro. No me interesa de qué hablan, sólo lo que dicen. Y cómo. ¿No es, acaso, la sentencia en una respuesta, la peor manera de decir adiós? Como si ser duro no fuera también abrazar ciertas dudas y determinados cataclismos, sin olvidar que en su contraparte, a menudo, son los únicos capaces de recordarnos que esto, detrás del humo y de la persecución, es la vida. Porque la mayor amenaza no es, en cualquier caso, la muerte o el colofón, sino todo lo contrario: es la eternidad de las cosas la que asoma sus ojos amarillos y asusta, aún sin que nos demos cuenta. Imagine un instante, tan solo un instante, de eternidad absoluta; ahora llore. Los deseos, a menudo, son espejismos brillantes que encandilan y que esconden, debajo, trampas mortales.
Al final, una de ellas dijo adiós. No importa cuál: al igual que en el boxeo, cuando ambos luchadores caen al suelo, no importa quién lo hizo con más fuerza, o más lastimado, o haciendo más ruido, sino quién se levantará primero. ¿Quién tiene que borrar qué? ¿Acaso alguien puede darse el lujo de decir yo de ese agua no he de beber, ni he bebido? Mirándolas recordé aquél cuento de Borges y su Haydée Lange. Y pensé que alguna de ellas era Haydée, que estaba muerta, y que la otra, y yo, la estábamos imaginando. Podía ser; después de todo, nuestros fantasmas siempre están ahí, detrás de nuestros hombros.
A las palabras no se las lleva el viento, sino que casi siempre son los locutores de ellas mismas quienes las cobijan bajo sus brazos y se las llevan en silencio, intentando que nadie las recuerde. Pero importan. Claro que si. Y también las intenciones. No solo aquellas que nacen desde el tallo sonoro, sino, y más aún, las que dirigen hacia donde van y, sobre todo, para qué. Hay que tener cuidado: las heridas dejan cicatrices; las palabras, en cambio, cavan huecos imposibles de saldar, puentes que solo conducen al abismo infinito.
Parecen poca cosa. En este siglo. En medio de esta velocidad. Entre tanto barullo y ruido. Parecen poca cosa, las palabras. Pero a menudo los detalles son los que cambian un recuerdo, la forma en la que vamos a volver, o a terminar de escapar. Volví a mirarlas, pero ya no estaban; se habían borrado de la escena, como si se las hubiera llevado el viento.