En su perenne esfuerzo por ahorrar energías, el cerebro anula o agrupa las percepciones y los acontecimientos más cotidianos y repetidos y los pasa por alto, dándolos por sentado, para sí enfocarse con mayor énfasis en las novedades. No sabe si lo pensó, si lo leyó, o si se lo comentaron, aunque tiene lógica: lo conocido no representa una amenaza, cuando lo novedoso, puede que sí. Apagar una luz, guardar algo, tirar la cadena, poner una alarma; cosas simples y mundanas que se camuflan como amuletos entre fanáticos para acabar en el cajón de lo intrascendente. Pero también están las otras cosas, que resuenan, primero súbitamente, igual que una alarma lejana acercándose, durante semanas, años, décadas, primero sin llamarnos la atención, para más tarde caer como una piedra en el centro de nuestro ojo. Mirando siempre el mismo paisaje se pierde la espontaneidad, lo enigmático, la plusvalía. Por eso, piensa, cada tanto hay que irse, de la manera que sea, romper el molde mental, los preconceptos arraigados como garrapatas insufribles, y mirarlo todo desde otro ángulo, o dejar de hacerlo, para después volver y descubrir que lo importante no es lo que vemos, casi nunca, sino lo que se esconde detrás. Y es que al final, quizá y seguramente equivocadamente, pero sí como antítesis válida, como el extremo negativo en donde el error es el ejemplo del acierto, o quizá en un tino espantosamente lúcido y superlativo, y como escribió Theodor Adorno: Lo nuevo es hermano de la muerte. Eso lo leyó, lo sabe, en un libro de no recuerda quién; menuda ironía.
Aún no lo sabe, quizá lo hará pronto, o no, pero hay que tener cuidado con las cosas a las que nos acostumbramos: el caballo equivocado puede ser siempre tentador, para más tarde caer en la espiral ascendente de vivir detrás de ese fracaso, de hacerle espacio en nuestra cama, de prepararle el desayuno y abrazarlo como quien se agarra de una madera en un naufragio. Algo así como la auténtica y personal república de la derrota, ambientada en tal o cual fracaso, que sirve como excusa, y también, como ficticia explicación. ¿Y después? Después vivir jactado de eso, experto, sumido en la eterna y vertiginosa continuidad de historias que emergen como nubes en un cielo nublado sin darnos respiro, sin saber dónde empieza una costumbre y dónde se salda el destino, para llegar al abismo con un vértigo que lo paralizará y que le ahorrará el final, la inercia de la continuidad, ósea el proceso de caer, para condenarlo al resguardo de la inmovilidad eterna, igual que una casa abandonada, con sus ventanas tapiadas y el pasto largo como la maleza. Y allí, tampoco lo sabe aún, ya no hay lugar para la imaginación que, condenada a la repetición, y a falta de conducción, e igual que un perro domesticado y extraviado que repite su recorrido diario sin su amo que lo guíe por nuevos designios, sólo le quedará apoyarse en la memoria atroz. El círculo volverá a comenzar, ya no como tal, sino como una línea recta e infinita. Y es que al final, las manos sirven para acariciarse o para darse golpes, y lo triste tiene vocación de eterno, a menos que en un disimulo forzado y repleto de polvo, uno, él o cualquiera, sonría como quien desafía a una tormenta caminando despreocupado, debajo de ella.
Caer es siempre una novedad, y también, un principio. Es pelear contra el costumbrismo que genera suponer, y después asumir, y fiarse, de que la vida es sólo lo que nos persigue por detrás y que nos grita en medio de cualquier madrugada hasta hacerse un eco lejano y conocido, un lugar del que no podemos ni sabemos cómo escapar, una mascota perfectamente domesticada y sumisa, sin sorpresas, que nos trae la exacta (y única) rama que le tiramos eternamente cada día. Caer es refrescar los ojos, desencantarnos de la engañosa armonía de la derrota y, paradójicamente, escapar del pozo estupendamente embellecido y decorado para sobrevivir. Después hay que olvidar, esa sensación tan pura, para al fin, y como dice el tango, andar sin pensamiento, para llegar lo más lejos posible del lugar donde hemos nacido. Y es que, al final, lo importante no es cuándo, sino después de qué.