Últimamente pienso demasiado tiempo en cosas sin demasiada importancia. Creo que es el principio de la felicidad, aunque después me convenzo de que la felicidad nunca tiene principio sino tan solo fin, y que siempre es en pretérito perfecto simple, aunque de simple no tenga nada. Cuando lo hago todo parece congelarse y la soledad me abraza y después me vacía, me libera, y me sumerge en una ficción maravillosa en la que cada giro o pausa dependen de mí y no responden a nada más. Es cierto: la ficción no pretende ser ni verdadera ni falsa. Y quizá no lo pretende porque la ficción, al igual que la vida, desmerece con razón el valor de la verdad. Subjetividad es entonces la ambición más grande y elocuente a la que uno puede aspirar. Y en esa subjetividad (y también fuera de ella), la verdad se presenta como algo mundano y sin importancia; para qué negarlo. Por eso la ficción no es falsa o verdadera, es ficción, sin desmerecerla, sino todo lo contrario, y dentro de ella no hay limitaciones. Aunque, es inevitable concluirlo, eventualmente la ficción refleja algo palpable y real, verdadero, y entonces el panorama se reduce lo suficiente para apretarnos contra las paredes hasta dejarnos sin aire. No hay esperanza en la verdad, solo desilusión. Y es necesario, otra vez, sumergirse en la ficción, en la soledad, en los pensamientos de aparente poca importancia. Al final, y casi siempre, ser feliz es lo contrario a estar derrotado.
Era la tarde, recién nomás, y ahora la medianoche me asalta igual que una mala noticia. La medida del tiempo a menudo se torna ilógica y, buscársela, no haría más que contribuir a lo irrisorio del caso. ¿No es siempre así? Perseguimos fantasmas para terminar asustándonos. Menuda contradicción. El tiempo se evapora mientras uno espera. Y siempre estamos esperando, dijo Jean-Dominique Bauby. Pero qué. Las palabras no salen. Las cosas no llegan. La guerra no termina. Todo necesita del reposo y del pensamiento, después de la acción. Son las dos de la mañana y suena esa hermosa canción que dice que remontar un barrilete en esta tempestad solo nos hará recordar que ayer no es hoy, que hoy es hoy, y que no somos actores de lo que fuimos. Para evitar la frustración ocasional, busco y releo pasajes de un texto en proceso. Me entusiasmo leyendo hojas y hojas sin freno, deteniéndome únicamente para retocar algún concepto o sintaxis. Al final cierro el archivo satisfecho y vuelvo al ahora despierto y con esperanzas. Miro el reloj: las nueve de la noche otra vez. ¿A qué sabe la vida? A atardeceres.
El reloj marca la medianoche. El tiempo arde. Nunca es tarde para morir de nuevo. Para crear algo, para romperlo todo, para que las palabras digan lo contrario a lo que quieren decir, para mirar la ventana y lograr no verla, para meterse en la boca del lobo y plantar bandera ahí, para escapar del oscuro callejón, para abrir la ventana en medio de la tormenta, para descifrar si un recuerdo es algo que tenemos o algo que nos falta. Últimamente pienso demasiado tiempo en cosas sin demasiada importancia y me escapo del mundo como un perro asustado por un trueno. Últimamente, como dice el poeta español, me gustaría huir, pero nadie me sigue.