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Columnistas

Un bosque en llamas

Bosque en llamas

Era domingo y hacía calor; estábamos sentados en el balcón y ella puso sus piernas sobre la mesa negra y empezó a reír a carcajadas. Estaba leyendo. Entre risas, me recitó: “Sé que mañana esto parecerá mentira, que tú y yo nos quisimos, que éramos felices”. Se reía con todo su cuerpo, hundiendo su pecho en sus piernas, y me miró y me dijo que el escritor estaba loco, que le daba risa. Supongo que hay cosas que no cambian nunca, dije. Me miró con los ojos entrecerrados y en silencio.

Yo escribía en mi computadora, y ella citó: “Sé que los dos vamos a hacernos daño, cada uno a su modo: yo por buscar alguien mejor que tu; tú porque ya te habías conformado conmigo”. De golpe me dan ganas de llorar mi amor, dijo, supongo que estás equivocado, todo cambia todo el tiempo; mientras hablaba se acariciaba sus piernas suavemente. Sus palabras volaban de su boca y se iban con el aire, y yo sólo podía mirar sus piernas. Le dije que tenía ansiedad de ella, de estar adentro suyo. Y ella rió. Me dijo que la ansiedad es fuego que sólo se apaga con más fuego y me explicó: cuando hay un incendio en un bosque entonces se debe incendiar a la distancia otra parte del mismo bosque para que cuando el fuego llegue allí ya no tenga qué quemar, y así se extinga.

Me reí. No sabía dónde había aprendido eso. Ni quería saberlo. Me pareció sensual su descripción, la forma en la que las palabras salían de su boca como si fueran pájaros amarillos. Sus piernas seguían sobre la mesa, mis ojos en ellas. Llevaba una remera blanca y una bombacha a rayas grises y blancas. No la veía pero sabía que estaba allí. ¿Sabés? Esto nunca va a ser mentira ni lo parecerá, el que piense eso es un idiota, de quién es ese libro, decíme. No contestó. Se sonrió y pasó de página como si me acariciara la espalda. Estábamos sentados uno al lado del otro y entonces yo subí mis piernas a la mesa y acaricié sus pies con los míos y encendí un cigarrillo. Ella me lo robó.

En algún lugar del mundo alguien estará pensando lo mismo que nosotros, sólo que ellos creerán que el escritor tiene razón, pobres… Y bajó su mirada y cerró sus párpados y se quedó inmóvil por unos segundos. Caía la noche y el calor nos abrazaba. En algún lugar del mundo amanecía y hacía frío. Me devolvió el cigarrillo y dijo: Yo sé que vos nunca me vas a hacer daño mi amor. Y no sonrió. Supongo que algunas confesiones son también, y sobre todo, amenazas. O anhelos.

Esto nunca será mentira, dije y le arrebaté el libro de sus manos mientras me arrimaba al fogonero. El que construye un puente derriba un precipicio, dije. Ella no dijo nada. Supongo que no podía creer lo que yo estaba haciendo. Fumaba y el cigarrillo colgaba de sus labios y me miraba de costado y me dijo que no me atrevería. Solté el libro y golpeó contra la chapa del fondo del tacho y ella gimió como si le hubiera dolido. No es necesario, dijo mientras movía su cara. Yo sé qué pasado me espera y el futuro es con vos, le dije. Yo sólo puedo estar con vos. Busqué un encendedor y encendí el libro. El fuego iluminó sus piernas. Me acerqué y se paró. Le quité la remera lentamente. Estaba desnuda y el libro parecía un bosque en llamas.