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Columnistas

Que haya vida antes de la muerte

vida

Cuando entendió cuál era su miedo, todo cambió. No es sencillo. Digo, eso de ponerle palabras a lo que sentimos, o peor, a lo que tememos sentir, al destino equívoco; y a nombrar aquello de lo que queremos, desesperadamente, huir. Después dio otro paso más. Se paró delante del espejo y lo dijo en voz alta, mirándose a los ojos, rindiéndose ante la aceptación. No lloró mientras lo dijo, al contrario, sonrió. Porque también sucede eso. La vida es más sencilla cuando sabemos en qué dirección debemos correr y cuáles flechas son las que nos llevan exactamente a donde no queremos ir.

Pensó que su miedo era único; que no había otro ser humano que temiera al olvido, a no ser nadie, a no llegar a donde quería ir, a no poder alcanzar un lugar que lo arrancara del anonimato y del mar de seres que pasan sin dejar más que recuerdos, en el mejor de los casos. Tenía miedo; un miedo que por momentos no lo dejaba avanzar, como si fuera el mismísimo temor al fracaso el que lo llevara a él; lo mismo que un espiral que siempre acaba en su centro y que, irremediablemente, conforma también su destrucción y desaparición. Pero él había logrado encontrar la llave que lo destrababa todo. “Voy a vivir como un suicida”, dijo, se dijo, y después lo repitió en plural, como si le hablara a alguien más, a todo ese costado de sí mismo que era rehén de la cobardía. Tenía que llegar al extremo, justo un instante antes de que todo se rompiera, para dejar de temer.

Salió a la calle a caminar sintiéndose otro, sintiéndose una estrella. Era un mundo, pero parecía un diamante. Llegó a una fuente de agua y vio, entre un puñado de chicos y chicas, a un único señor que sacaba monedas de su bolsillo y las tiraba por encima de su hombro, de espaldas a la fuente. Tiraba una tras otra, incansablemente, como si su bolsillo no tuviera fondo. El mayor asesino de la vida es la prisa, el deseo de llegar a las cosas antes del tiempo correcto, lo que significa excederlas, le dijo al señor, citando a Juan Ramon Jimenez. El hombre sonrió y tiró una última moneda, se sentó sobre el borde de la fuente y palmó el cemento, invitándolo a sentarse.

Él aún sentía el júbilo de su descubrimiento; la paz que augura saber dónde se ubica cada pieza del rompecabezas, aunque aún no la hayamos encastrado. El señor le tendió una moneda como quien da una oportunidad, y él la tomó y jugó con ella entre sus dedos, como quien no sabe lo que tiene, hasta que es demasiado tarde. El que lanza una moneda es, también, un clarividente. Alguien que llena sus vacíos, que no se resigna a la cicatriz; y no se trata de llegar antes, o de la prisa, sino de grabar un pensamiento y lanzarlo para que quede allí, en el agua, y que no se desvanezca en los laberintos del tiempo.

Él se quedó en silencio. “Desconfiá de los que te digan que hasta el peor de los días termina a las doce de la noche, eso es mentira. Hay noches que duran cien años”, terminó el señor. “Dígame una cosa”, dijo él interrumpiéndolo mientras cruzaba sus piernas. Con qué completan sus vidas, los espacios vacíos, los charcos intelectuales, los lugares a los que no van porque no alcanzan, cómo lo hacen, con qué saldan todo lo que no, todo lo que nunca, todo lo que jamás; no me va a decir que todo eso se satisface con una moneda en la mano, con un deseo que vuela por el aire, con el cobre hundido hasta que algún piola lo saca y lo gasta en caramelos.

El hombre lo escuchó atentamente, los chicos y chicas gritaban, jugaban, era domingo y hacía frío. “El problema es que las dudas siempre son mal vistas”, dijo el señor, en cambio las certezas, por más burdas que sean, no: quién puede garantizar algo más que el afán de seguir buscando. Nadie. No hay que jugar bajo las reglas del juego. Hay que intentarlo, tantas veces, tantas, hasta que se transforme sencillamente en algo inevitable.

Ningún hombre es culpable de sus sueños. Él se rió y le dijo que eso sería un mero capricho. Definitivamente no, contestó el señor, volver a intentar es la paradoja. Los cobardes nunca creen que vale la pena; saben que cuanto más se desea algo, más les dolerá no alcanzarlo así que, en cualquier caso, es capricho o resignación. Es así, si no jugás con fuego, tarde o temprano te morís de frío. Él no contestó. Cerró sus ojos y lanzó la moneda, pidiendo su silencioso deseo. La moneda voló y tan solo unos instantes más tarde sintió el choque contra el agua, el ingreso a ella, como si también lo hubiera hecho en su propia cabeza. Cuando volvió a abrirlos, ya nadie estaba allí.