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Controles, deudas y tráfico de mujeres: cuando la prostitución estuvo reglamentada en Argentina

La investigadora Valeria Salum expone en el Museo de la Mujer un conjunto de rastros de lo que fue el período reglamentario de la prostitución en nuestro país.

Mujeres en prostitución.

“Acá estoy”, anuncia Valeria Salum con tono alegre cuando llega a la puerta del Museo de la Mujer, la abre con llave y nos invita a pasar. Intercambiamos saludos, desaparece un momento y vuelve con un vestido rojo floreado y un rodete. “Ya me disfracé”, bromea. En menos de media hora queda oficialmente inaugurado el episodio 2 de su exposición “Cuestiones propias de la casa”, que expone cómo funcionó la prostitución cuando estuvo regulada por el Estado en Argentina.

Su hija le ofrece un abanico y ella lo acepta de buena gana: el calor es insoportable y no faltan comentarios al respecto. El Museo de la Mujer es un lugar chico pero sus paredes blancas, su iluminación y la sonrisa de las mujeres que lo manejan lo hacen sentir más que suficiente. En las cuatro paredes y la columna cercana a la entrada ya están pegadas todas las láminas, las imágenes y los recortes de diarios que componen la muestra, cuya curaduría estuvo a cargo de Karina Maddonni.

Siete años de investigación, pocos obstáculos. Valeria explica que en los museos de los pueblos la reciben con los brazos abiertos porque nadie los visita. Allí, casi siempre, figuran todos los registros. Los registros de prostitutas. Edad, nombre, procedencia de las mujeres, persona que las regentea. ¿Cuántos pueblos visitaste en busca de estos registros? “Más de treinta”.

La prostitución en Argentina entre 1875 y 1936

Más de treinta pueblos de la provincia de Buenos Aires tenían, en lo que fue el período de la reglamentación de la prostitución en la Argentina entre 1875 y 1936, sus respectivos prostíbulos, registrados y manejados por el Estado a la par de los proxenetas. Valeria explica que a donde iba llegando el tren iban llegando los prostíbulos. Que las mujeres que allí eran explotadas no tenían derecho a salir más que acompañadas por la madama. Que tenían que ser periódicamente revisadas por un médico para garantizar a los prostituyentes un producto en buenas condiciones.

La exposición de Salum en el Museo de la Mujer (CABA).

Cuando una pupila deja de pertenecer al prostíbulo sólo le será permitido salir de este a los efectos de tomar el tren o la diligencia para dirigirse a su nueva residencia”, reza una ordenanza “de moralidad” de General Alvear pegada en una de las paredes del museo. Otra norma, esta vez sobre un escritorio, dispone que “el Médico Municipal, en su carácter de Médico de Sanidad, tiene la obligación de practicar dos reconocimientos médicos con el especulum uteri cada semana en todas las casas comprendidas en este reglamento y a cada una de las mujeres en ellas domiciliadas haciendo constar el resultado en la libreta correspondiente”.

Una libreta de Sanidad es lo que hoy siguen proponiendo los proyectos para reglamentar la prostitución, y lo que de hecho disponen las leyes de otros países donde la reglamentación es una realidad, como Alemania y Uruguay. Sin embargo, ninguna libreta tiene el poder de prevenir las enfermedades de transmisión sexual que puedan contagiar los prostituyentes a las mujeres prostituidas, ni la violencia física y psicológica que trae aparejada la prostitución.

Para Salum, el discurso que puja por la vuelta de la reglamentación “es muy seductor” precisamente porque habla sobre “la libertad de los cuerpos” y no sobre “lo que realmente quiere decir ser una mujer prostituida: los 20 o 30 ‘pases’ por día, todos los días, la violencia y la cantidad de enfermedades a las que una se expone, no solamente las enfermedades de transmisión sexual sino todas las que vienen asociadas al ejercicio”.

Pero no sólo la libreta de Sanidad es un elemento común entre el pasado y las propuestas de regulación del presente. Tanto los reglamentos pasados como los actuales penalizan a todas aquellas mujeres en prostitución que queden por fuera del registro, y el Estado, a través de los municipios y la policía, es el encargado de aprobar y supervisar los prostíbulos. “En ambos casos el mayor proxeneta es el Estado”, evalúa Salum con gesto tranquilo mientras sigue abanicándose.

Nacionalidades de las prostituidas. Los datos son de un solo prostíbulo.

Detrás suyo hay una lámina que recrea la forma de la provincia de Buenos Aires con varias hileras de palabras. La palabra más repetida es “argentina”, mientras que en menor medida se lee “española”, “italiana”, “uruguaya”, “francesa”, “polaca” y “rusa”, entre otras. “De lo que yo voy encontrando, en provincia de Buenos Aires, la mayoría eran mujeres locales, mujeres argentinas”, explica Valeria tras señalar el mapa de nacionalidades. Las historias sobre esas cientos de mujeres extranjeras traídas para ser prostituidas son ciertas, pero también es cierto que, al menos en Buenos Aires, las locales eran mayoría.

La Zwi Migdal y el tráfico de mujeres europeas

La emblemática Zwi Migdal fue quizás el mayor exponente del tráfico de mujeres extranjeras mientras duró el período reglamentario en nuestro país. Se trató de una red de trata que operó en todo el mundo y que engañaba a las mujeres golpeadas por el hambre y la guerra de Europa para traerlas a Argentina prometiendo matrimonio y un futuro estable. Fue Raquel Liberman, una polaca víctima de esta red, quien hizo la denuncia que permitió su desmantelamiento.

“Esta mujer había llegado al país en abril del año 1924 y en compañía de Jaime Cyngesser y de una hermana de éste llamada Bronia Cyngesser de Korman, con quienes fue a vivir en la casa Corrientes 1373, donde, con amenazas y malos tratamientos, la obligaron a ejercer un comercio deshonesto, cuyo producto pasaba a manos de sus explotadores, pues decían tenía que resarcirlos de los gastos que les había ocasionado para traerla a ésta; de lo contrario, le expresaban, la acusarían por estafa”, relata un diario de la época enmarcado en una de las paredes del museo.

La cara de Raquel Liberman bordada sobre tela, otra pieza de la exposición de Salum.

En otro recorte se lee la ampliación de la demanda de Raquel, cuando más tarde tuvo que denunciar amenazas por parte de los miembros de la Migdal: “Desde la fecha en que formuló la denuncia es presionada por los amigos de Korn, especialmente por Kirstein, el que le dice que si no desiste de esta acusación ‘le va a cortar la cara’ y que aquél conseguirá salir en libertad porque la sociedad Varsovia tiene mucho dinero para pagar sabiendo que anda en juego una suma respetable”. En ese entonces, Raquel denunció, además, “que dicha sociedad está formada en su totalidad por sujetos que explotan mujeres obligándolas a ejercer la prostitución y gran cantidad de los cuales hacen ‘trabajar’ a sus propias esposas”.

Prostitución y deudas

El viaje, el jabón, el perfume, la ropa, el maquillaje y los chequeos médicos obligatorios iban componiendo a nombre de cada mujer en prostitución una larga lista de dinero a devolver que cada vez era más larga y cada vez las ataba más a sus proxenetas, reteniéndolas con más rigor que cualquiera de esas cadenas o rejas que integran el imaginario popular de lo que es la trata de personas. Las deudas eran una realidad abrumadora desde el día uno, y siguen siéndolo a día de hoy.

Página de un libro de deudas.

A este respecto, la sobreviviente de explotación sexual Sonia Sánchez contó hace apenas dos años cómo lo primero que hizo fue endeudarse, cuando ni siquiera sabía que su destino sería un prostíbulo: “Compré el diario buscando trabajo, esto antes de mis diecisiete años, y decía ‘se necesita camarera, buen pago, Río Gallegos’”.

Enseguida llamó al número de teléfono que figuraba en el aviso y en la avenida Independencia se encontró con un hombre apodado Tarantini, “uno de los cinco proxenetas traficantes de personas en Santa Cruz”, en sus palabras. Tarantini le compró el pasaje y esa fue su primera deuda. La llevaron para el lado de “las casitas de tolerancia, que son un prostíbulo al lado del otro que tienen casi 40 años en Río Gallegos”, y allí pasó los años más largos de su vida.

Morir "puta y pobre"

Sobre la pared más cercana a la puerta cuelga un cartel largo, escrito con letras ilegibles a cierta distancia. Los nombres se empiezan a distinguir al acercarse: Nélida, Adela, Dolores, María, Dora, Elvira, Elena, Julia. Cientos de nombres de mujeres, uno al lado del otro: todas las mujeres que Valeria encontró anotadas en esos registros de prostitutas de hace más de un siglo.

En la otra punta, una lámina cita un fragmento de una noticia de General Belgrano fechada el 24 de julio de 1910: “Se ha instruido el correspondiente sumario con motivo de haber sido encontrada muerta en la mañana del domingo próximo pasado en una habitación de la casa de tolerancia, la pupila de la misma Haydee Zubiliaga, comprobándose haberse producido la muerte por un síncope cardíaco. No conociéndosele familia, se ha puesto a disposición del cónsul oriental, por ser de esta nacionalidad la extinta, las ropas y objetos que se le encontraron”.

Más de 100 años después, con o sin reglamento, las cosas cambiaron algo en lo discursivo, pero poco o nada en lo material. “El discurso fálico del trabajo sexual se basa en que la puta adquiera un falso orgullo y una falsa toma de decisión, pero como la puta está atravesada de violencia y de humillación, el discurso del trabajo sexual es como un corset que la mantiene muy erguida frente a esa violencia que padece en la puta esquina o en un prostíbulo”, reflexionaba Sonia Sánchez en diálogo con un medio español en 2015. “El que decide es el varón prostituyente, el proxeneta, el Estado y los organismos internacionales”, aseguró después, para concluir que “la puta acaba su vida siendo puta y pobre”.