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Sociedad

Qué es y cómo funciona Carpincho, la marca de ropa de los trabajadores de la economía popular

La vida de Jacqueline Serranos en Argentina empezó con dos problemas gigantescos: no podía sacar el DNI y, por lo tanto, no podía ir a la escuela. Tenía cinco años, y acababa de llegar con su madre de Cochabamba, Bolivia, para acompañar a su papá. Él, que era sastre, había encontrado un laburo textil para que su familia pueda comer. 

Como Jacqueline no podía ir a la primaria, empezó a trabajar con su familia en el pequeño taller textil que armaron en su casa. Con el tiempo logró, de a ratos, estudiar, pero la cuestión era complicada. Conseguir el nuevo DNI era caro, los precios que les pagaban por las prendas que producían eran ruines, y en su casa, entre las camas de cada uno y la máquina para trabajar, apenas había donde tirarse en el piso con un cuaderno para hacer la tarea.

Me perdí la infancia de mis hijos: me despertaba a las 4am para empezar a trabajar, no comía con ellos y seguía hasta las 10, 11 de la noche trabajando. Casi no los veía.

Ella tuvo su propia familia, y ya no hubo tiempo para estudiar más. Se dedicó a trabajar, como el papá, en el rubro textil. Y, como el papá, con la máquina en su casa. Entre lágrimas, ella le contó a Diario Con Vos: “Me perdí la infancia de mis hijos: me despertaba a las 4am para empezar a trabajar, no comía con ellos y seguía hasta las 10, 11 de la noche trabajando. Casi no los veía”. En aquél tiempo, a ella le pagaban apenas 1 (uno) peso por cada kit médico que fabricaba. 

La cosa cambió, de repente, con su ingreso a Las Luceras, la cooperativa textil de la que sigue participando al día de hoy. “Cuando los militantes nos venían a hablar y a contar sobre las cooperativas -relató Jacqueline- nosotras no les creíamos mucho, pensábamos que nos querían robar, que nos querían estafar, no entendíamos”. Sin embargo, aceptó la invitación de una de estas, perteneciente al Movimiento de Trabajadores Excluidos, a un brindis de fin de año. “Fue tan lindo, nos recibieron tan bien, que decidí sumarme”. En Las Luceras, la cooperativa a la que se sumó, el mismo kit médico por el que antes recibía un peso ahora le dejaba no menos de 85. “Gracias a la organización, a la Federación Textil de UTEP, logramos sacar del medio a los intermediarios, a las 5 o 6 manos que se quedaban con la plata, y logramos cobrar los trabajadores”, explica Jacqueline. 

Esa inmensa transformación en sus ingresos le permitió recortar su jornada laboral de 16 o 14 a 8 o 10 horas, pasar tiempo con sus hijos, tener “la casa para habitar y el polo para trabajar”, como cuenta ella y repiten las consignas de la propia Federación Textil. Jacqueline relata: “Los más chicos se dejaron de lastimar con la máquina, como pasaba muchas veces cuando estábamos todas en nuestras casas”. 

Los más chicos se dejaron de lastimar con la máquina, como pasaba muchas veces cuando estábamos todas en nuestras casas.

Como ella, son más de 3.000 las trabajadoras y los trabajadores textiles organizados en todo el país que se atreven a dejar atrás las lógicas del taller en el hogar, o los talleres clandestinos que se acercan peligrosamente a la trata de personas, para pasar a formar parte de cooperativas y polos textiles, con más capacidad de negociación, más derechos y más horas para pasar con su familia. A eso se suma el acceso a la obra social de la UTEP, la Mutual Senderos, y la posibilidad de proveer a las otras ramas de la masiva organización (la de construcción, la rural, la cartonera, o la gastronomía comunitaria) con sus ropas de trabajo. Desde la Federación creen que hay alrededor de 120.000 personas trabajando en talleres familiares en el sector textil, ya sea al borde de la esclavitud o cobrando apenas monedas por productos que valen más de 10.000 pesos, y apuntan, a la larga, a organizarlas a todas

El Carpincho como símbolo 

Durante el invierno del 2020, en plena pandemia, una horda de carpinchos invadió los enormes y verdes patios de las casas de Nordelta. El gigantesco roedor aprovechó la imparable progresión del Covid para retomar algo de un territorio históricamente suyo y, de paso, realizó su propia denuncia silenciosa de la creciente desigualdad del país, y las enormes diferencias de calidad de vida que esta genera. 

Al mismo tiempo, las cooperativas de la Federación hacían lo que podían para sobrevivir a la pandemia, y en el medio colaborar con el estado para enfrentar al virus, produciendo barbijos y kits médicos a toda velocidad. Mientras tanto, las cooperativas se fueron dando cuenta que les hacía algo más que producir para otras empresas o el estado: las variaciones en la demanda y el ritmo estacional de la industria complicaban, muchas veces, la posibilidad de que todas tengan una cantidad de trabajo suficiente para sobrevivir. Por eso decidieron crear una marca de venta al público, con identidad propia y buscando un mayor desarrollo productivo para su sector. Y se inspiraron, para eso, en el roedor más grande del mundo, fauna nativa de nuestro país. 

Ahora, a la espalda del Carpincho se subieron las cooperativas textiles de todo el país. Al animal, que es su logo y el nombre de la marca, lo consideran un símbolo de resistencia, permanencia en el territorio, y lucha por la supervivencia. “Somos carpincho -explican- porque entendemos que el grito de la tierra y el grito de las y los excluidos son un mismo grito”. Para ellos, “es el mismo sistema que excluye y explota personas, el que daña la naturaleza y quema los humedales”. 

La ropa es significativamente más barata que la de los shoppings, y ya tienen un best seller: el Carpincho campeón del mundo, con un mate y tres estrellas. Además, los modelos utilizados por la marca muestran la realidad de la UTEP: muchas veces son las propias trabajadoras las mujeres de las fotos de las prendas.

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