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Columnistas

La felicidad tiene fin, la tristeza no

Estoy parado en el medio de una calle de tierra en un pueblo con una sola avenida asfaltada que lo cruza, como una zurda a la mandíbula, para llegar a otro sitio, como si el pueblo o la zurda o la lona o el destino fueran lo único importante y el pueblo, ese rejunte de casas enanas y negocios polirrúbricos con carteles de lona y metal, una excusa, una pelusa o, tal vez, un grano. Ellos están acá, conmigo, y yo quiero que se vayan todos (y que no vuelvan más) y exijo, con un derecho que no tiene demasiado sentido, beneficios, aunque quizá, ¿para qué negarlo?, aún no tengo el oficio. Ellos se rasgan las vestiduras, y así descubren que debajo de ellas ya no tienen nada. Ese es el problema con los juzgamientos: a menudo caen sobre nosotros mismos; igual que una tormenta de verano. Algunos pasos son como el filo del acantilado y después, sin más, todo depende del viento, y de las alas. Funciona así: te instalan un pensamiento prestado, una sentencia adquirida, y germina, crece, se hace propia como el verde de nuestros ojos o lo blanco de nuestras uñas, y después ya no hay forma de arrancarlo. A veces es el recuerdo, no el olvido, el verdadero invento del demonio. La mejor manera de ganarle a un pensamiento no es pensando (intentando al menos) en otra cosa sino, en cambio, ir de frente a ellos, matarlos sin guantes, derrumbarlos de un golpe seco adentro de nuestra propia cabeza con otro pensamiento superador, como si fuera un ajedrez mental, un duelo secreto a ojos abiertos y mandíbula apretada. Y vivir así: con esos pensamientos de artillería, con la misma esperanza y desesperación de quien se agarra de una rama al borde de un precipicio. Porque caer casi nunca incluye un golpe, ni una raspadura, ni siquiera vendas blancas y desinfectante; los peores derrumbes son los que no hacen ruido, los que nos dejan tan desorientados que después no sabemos si somos la calle, el pueblo, la trompada o el pensamiento. Ray Loriga dice que la felicidad tiene fin, la tristeza no. No lo conozco personalmente a Loriga pero supongo que después de que le extirparan su ojo derecho y perdiera la audición de uno de sus oídos, a causa de un tumor cerebral, su tristeza quizá sí haya alcanzado un fin. Claro que hay quien no logra encontrar en ese escalón, que podría ser de subida o de bajada, pero la superación de un escalón en fin, algo de paz. Aunque supongo que tanto la tristeza, como la felicidad, no son más que estados mentales, formas en las que vemos las alegrías o las desgracias que serán, en definitiva, alegrías o desgracias dependiendo de cómo las veamos. Como escuchar canciones positivas, cuando somos un cúmulo de negatividad en fila india, sentados todos impacientes, nuestros pensamientos, preparados para arrebatarnos de la bocanada de aire que damos cuando logramos salir de la profundidad, después de haber estado sumergidos allí una larga, quizá larguísima, temporada. No estoy seguro: sigo parado en el medio de la calle de tierra pensando, buscando la servidumbre de paso oculta que me permita alcanzar la retaguardia de mis pensamientos más siniestros y darles por detrás, asaltarlos como si estuvieran robando y yo llegara con una placa y un revólver. O mejor: un revolver y una ametralladora. “Después de la tormenta, no viene la calma. Después del dolor, si no nos ponemos a pensar deprisa, viene el abismo”, sigue Loriga. Pero después nos advierte que no está seguro de lo que dice, y que eso no tiene nada de malo, que al fin y al cabo, alguien que duda, no ha matado nunca a nadie. ¿De quién habla Ray Loriga? De los que tenemos miedo; de los que sabemos que ese miedo a veces proviene de un despegue y otras de un aterrizaje y que, aunque son miedos distintos, el miedo al final del día es siempre igual: una peste que nos protege y, a la vez, nos condena. Estoy parado en el medio de la calle de tierra y me acerco lentamente al asfalto. Cruzaré este pueblo como lo hacen casi todos: temblando y sabiendo que puedo hacerlo porque ya lo conozco y aprendí a domesticarlo, y que después vendrá otro y que no son ni los miedos, ni los pueblos, ni la tierra, ni los pensamientos, ni el asfalto lo que nos hace huir de allí sino, justamente, la necesidad de volver a encontrarlos, en otro nuevo lugar.