Dieron vueltas durante años, sin poder nunca volver a pasar por los mismos lugares. A veces es así: un deshielo. Y está bien. Se miraron y prometieron buscar las puertas, saldar los acantilados, reservar del mundo, como dijo Mario Benedetti, un rincón tranquilo para ellos. Era enero y el sol desteñía en las vidrieras las telas de color rojo y azul y, después, la tormenta hizo, del suelo, ríos.
Ambos repitieron lo que decía el otro, pero jamás lograron decir cosas distintas. Usaron las mismas palabras, con los mismos significados: y poco a poco olvidaron en qué lugar habían escondido aquello tan preciado. “¿Sabés?”, dijo ella una tarde mientras abría un sobre de edulcorante,“esconder un tesoro es también una forma de perderlo”. Después se sentó sobre el suelo y dijo que ya no sabía qué sentía; qué parte de sus sentimientos pertenecía a lo que imaginaba y, cuál, a lo que estaba perdiendo sin darse cuenta.
Él le dijo que se levantara, que parecía un boxeador tirado sobre la lona, y ella le contestó que no se preocupara, que los árboles siempre mueren de pie. Dice Fernando Pessoa que la literatura, como cualquier otra forma de arte, es la confesión de que la vida no basta. Dice, pero lo que no dice es que la literatura y cualquier forma de arte son, también, raíces que se tejen naturalmente como puentes sobre hondísimos acantilados, que son la vida. No hay líneas divisorias como no hay, en el pasado, siembra que resista la furia con la que ataca la quietud.
Era marzo y las águilas planeaban en círculos sobre el campo y él preguntó por qué hacían eso. “Porque, como nosotros, aprovechan las corrientes térmicas para volar más alto sin gastar energía”,contestó ella. Se rieron. Ella porque no sabía ni dónde ni cuándo había aprendido aquello y él, porque lo habían descubierto. Todo estaba perdido. Como cuando el viejo Santiago, de Ernest Hemingway, comprende su derrota, aunque no la acepta. “Persevera y triunfarás”, dijo él después de las risas. “Y triunfaremos”, remató ella.
Estaban a mitad de camino, aunque no podían discernir si eso era algo bueno o no, y estaban, además, en el exacto instante en el que uno debe decidir si se va a quedar, o no. Todo aquello que irremediablemente se irá, como quien abraza un instante del pasado con sus recuerdos. “Dejemos que la vida vaya dictando”,propuso él una mañana de junio en la fría Mar del Plata. “Dejemos”, contestó ella el treinta y uno de diciembre de ese mismo año, y después lo besó.
El faro los encandilaba cada vez que la isofase entraba en el período de luz. Cuando la oscuridad volvía ellos podían verse los ojos. “¿Sabés?”, dijo ella, “es al revés de lo que todos creen: al que primero se le acaban las balas, gana”. “Así se gana una revolución”, dijo él y pasó su brazo por detrás de su espalda y apoyó la cabeza en sus hombros.
El faro se encendió y él dijo: “Creer en milagros es, también, creer en uno mismo”. Después se besaron y miraron el cielo incandescente como si fuera una pantalla y ella dijo: “Nos caímos muchas veces, después aprendimos a volar”. Era abril, y de noche, y ambos leían. “¿Crees que Sísifo podría haber soltado la piedra y darse a la fuga?”“Imposible: sencillamente porque estaba condenado a ello, pero, más aún, porque durante esos pocos segundos en los que la piedra alcanzaba la cima, él era feliz y podía ver la belleza del mundo desde ahí arriba”. “Pero si Sísifo era ciego”. “Exactamente”.
En Buenos Aires, en su casa, sonaba la música: Ismael Serrano decía que “Sucede también, que sin saber cómo ni cuándo, algo te eriza la piel, y te rescata del naufragio”. Era viernes y verano, cuarenta años después. “Yo no te conocí: yo te aprendí”, dijo él o ella. Dieron vueltas durante años y poco a poco encontraron todas las puertas, pero nunca las abrieron: ya habían encontrado todas las respuestas.