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La increíble historia del pibe de la trompeta que la FIFA publicó en Twitter

El viernes Argentina venció, en un agónico final y gracias a dos enormes atajadas del Dibu Martínez, a la selección de Países Bajos. En esa última pelota, la que pateó Lautaro Martínez y se clavó al lado del palo derecho del arquero no cabe solo la crónica de un partido. Hay, en verdad, miles de gritos, historias y cuentos que se liberan con cada triunfo de la selección. 

La FIFA decidió mostrar una de ellas ese mismo sábado, publicando una secuencia de fotos de los festejos porteños acompañada por la letra de la session de Quevedo con Bizarrap. Entre ellas, con la trompeta que usa para tocar en el Nuevo Gasómetro con la hinchada de San Lorenzo, apareció Alejandro Valenzuela, un personaje con una increíble historia: de vivir en la calle y ser adicto al paco a dirigir una comunidad de tratamiento de adicciones, que cree en el acceso al trabajo y la organización social como forma de salir del infierno. 

Él empezó a consumir drogas desde chiquito. Como muchos jóvenes de las clases populares, y de las que no lo son tanto, a los 13 arrancó con porro y alcohol. La presencia en el barrio de los tranzas es ineludible. Según lo cuenta él, “Vos estás en el barrio y no tenés acceso a un laburo, y lo ves al tranza, y a los pibes que se suman a vender, que tienen plata. Vos también querés tener plata, querés la motito, las mejores pilchas. Entonces te metés en esos círculos”. 

Estuvo cuatro años en esa hasta que empezó a consumir paco. Era el 2007, pleno boom de esta droga en la Argentina, y Ale tenía 17 años. El consumo se le fue definitivamente de las manos, al punto de que su mamá tuvo que convencerlo de internarse. Había probado distintos tratamientos antes, claro. Ninguno había funcionado. 

No es una granja de recuperación, las granjas son para los pollos. Lo que tiene Vientos de Libertad son casas comunitarias.

En frente de su casa había un pasacalles de “Vientos de Libertad”, una organización, que funciona en el marco del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) y se ocupa del tratamiento de adicciones. Allí lo llevó su madre, desesperada, a internarse. “No es una granja de recuperación, las granjas son para los pollos. Lo que tiene Vientos de Libertad son casas comunitarias”, explica Ale sobre el espacio. 

Vientos de Libertad gestiona cuatro de estas casas comunitarias, donde viven alrededor de 180 personas. En una de ellas, dedicada a la internación de mujeres y disidencias, también viven los niños y niñas de aquellas mujeres que se encuentran en el espacio. 

Allí se desarrollan espacios de terapia, talleres de formación profesional, trabajos para sostener la vida en común y espacios de militancia social. La organización nació en el 2001, ensayando respuestas a la miseria en que estaba sumida el país en ese momento. Con el tiempo, pasó a centrarse en la lucha contra las adicciones, aunque también gestiona comedores populares y centros de atención barrial que no sólo trabajan consumos problemáticos. 

Ale pasó unos meses en una de esas casas comunitarias y se recuperó. Salió, consiguió trabajo, se puso de novio. Al año, sin embargo, recayó. El dirigente social relata: “No le encontré sentido a la vida. Estaba tremendamente aburrido. Decía, ‘che, ahora que no consumo, que no me drogo, ¿qué puedo hacer?’. Antes, mi vida era el jueves arrancar la previa y estar de joda todo el fin de semana. Me confié, estaba bien y pensé, ¿por qué no pruebo tomar algo?”. Cinco años le tomó recuperarse de esa mala decisión. Perdió el laburo, se escapó de su casa y terminó viviendo en la calle. 

Estaba sentado en un sillón ahí, consumiendo paco y comiendo de una lata de tomate hace tres días y tomé la decisión de recuperarme.

Ahí se encontró con otro tipo de comunidad, una forma distinta de organizarse con otros. Según cuenta, en la calle se armó “un rancho con unos borrachines más grandes y algunos pibes más”. Explicó que en la calle están “mucho más organizados de lo que la gente imagina”. De acuerdo a Alejandro, un día habitual comenzaba con alguno del rancho yendo a la panadería, a ver si el dueño les dejaba algo. Después otro, amigo del verdulero, pasaba a buscar algo por ahí, y alguno del rancho iba a la casa de pastas frescas. “Así, entre todos -afirmó- terminábamos pudiendo compartir una comida”. Añadió: “Te vas armando tu propio circuito económico para poder resistir”. Pese a esa comunidad improvisada, fue un tiempo muy duro. Se había alejado mucho de su familia por la vergüenza que le daba su situación. Al menos, hasta que su abuela decidió prestarle un departamento donde vivir, aunque sea por un tiempo. 

No tardó en destrozarlo: “Le vendí las ventanas, le vendí el inodoro, le saqué las puertas, las chapas. Hasta los tirantes que van clavados a la chapa vendí. Me quedé con un terreno baldío, todo para comprar paco".

Alejandro cuenta: "Ese fue el punto de quiebre. Estaba sentado en un sillón ahí, consumiendo paco y comiendo de una lata de tomate hace tres días y tomé la decisión de recuperarme. No le dije a nadie y arranqué para General Rodríguez, donde queda la casa comunitaria en la que me había internado la primera vez”. 

Ale dice que ese fue el viaje más difícil de su vida. Pasó por mil tentaciones antes de llegar, se cruzó con amigos que lo invitaban a consumir paco, o a tomar una birra, o a andar en auto un rato. Pero se mantuvo firme en su resolución. Y en Vientos lo recibieron, como la otra vez, como siempre que un pibe llega pidiendo ayuda. 

Cuando llegué me dijeron que al otro día iba a venir Seba Sanchez, que iba a charlar conmigo”. Sebastían Sanchez es el fundador de esta organización, y tiene una historia bastante similar a la de Ale. Él también fue adicto y, a partir de eso, construyó un espacio para acompañar la vida de otros en el medio de ese quilombo.

Es tanto lo que impacta el consumo, no solamente en la relación entre persona y sustancia sino que en la degradación de la fe o la esperanza en uno mismo, como vos te entregas al olvido, es como entregarte a la derecha, es como decir 'bueno no quiero luchar más'.

Alejandro narra: “Me fui a dormir, y cuando me desperté fui a hablar con él. No lo podía mirar a la cara. Me preguntó qué quería hacer con mi vida y le contesté que quería cambiar. ‘Bueno’, me dijo, ‘quedate’.  Pero me aclaró que el cambio es de raíz, que hay que cambiar todo, no podemos ser selectivos con lo que transformamos”. 

Así se lo tomó. Para él, Vientos de Libertad fue “una escuela de vida”. Expresó: “Cuando uno está en el consumo termina por pensar que esa vida es la que tiene que llevar. Es tanto lo que impacta el consumo, no solamente en la relación entre persona y sustancia sino que en la degradación de la fe o la esperanza en uno mismo, como vos te entregas al olvido, es como entregarte a la derecha, es como decir 'bueno no quiero luchar más'”. 

Hanna Arendt, en “¿Qué es la política?” dice que “idiota”, para los griegos, es aquel que solo se ocupa de lo propio, que no piensa ni discute ni construye en comunidad. A Alejandro lo comunitario, la militancia política y social le salvó la vida. En esa segunda internación se le acercó también Nicolás Caropresi, un dirigente cartonero, con el libro Organización y Economía Popular, de Juan Grabois, fundador del MTE y Emilio Pérsico, dirigente del Movimiento Evita

Con ese texto cambiaron muchas cosas: “Yo nunca leí en mi vida. O sea, odiaba leer. Me dijo ‘leete esto’ y empecé. Antes, yo veía marchas y a mí ni me interesaba ni me molestaba, viste, como que hagan lo que quieran, matense. Empecé a leer el libro, empecé a hablar con los compañeros. Empezamos a leerlo entre cuatro, cinco pibes. A las dos semanas vuelve Nico y le digo ‘che que onda, como puedo hacer para sumarme, porque tengo ganas de aprender, quiero ver todo lo que hacen’”. 

Lo invitaron a un curso en la Escuela Nacional de Organización Comunitaria y Economía Popular, perteneciente a la Universidad de San Martín. Cuando terminó, no podía esperar para ponerse a armar algo. Convenció a algunos compañeros y armaron, en General Rodríguez, un centro cultural. Empezaron vendiendo productos de pastelería para pagar el alquiler de un local, y una vez logrado eso comenzaron a ofrecer talleres. 

De repente, teníamos 15 pibes cantando el abecedario. Los ayudábamos a aprender las letras, era increíble. Los ayudamos a aprender a escribir, a sumar, a restar.

“Entonces decimos, bueno, vos sabés leer, vos sabés escribir, yo sé tocar el bombo, yo iba a la murga, y empezamos a poner talleres. Había un pibe que sabía cortar el pelo. No nos podíamos quedar adentro, salimos afuera”. El proyecto creció rápidamente: “De repente, teníamos 15 pibes cantando el abecedario. Los ayudábamos a aprender las letras, era increíble. Los ayudamos a aprender a escribir, a sumar, a restar. A mí dividir ya medio se me complica, pero hasta la multiplicación ando diez puntos”.

Encima -sigue el relato de Alejandro- teníamos que lidiar con el prejuicio y el mensaje instalado de los vecinos de que ‘ah, estos son los del fondo, los drogadictos’, ¿entendés?”.

Superaron ese cerco con laburo y creatividad: “Una vuelta me cayó una madre y me dice ‘che mi hijo tiene que rendir puntos de fuga, ¿estará el profesor?’ ‘Sí, pará, tranqui, despreocupate’ le decía yo. Salgo corriendo para la escuela, busco a la profesora de plástica y le digo ‘¿tenés diez minutos? ¿me explicás este tema?’, me explicó, volví corriendo, le expliqué al pibe, rindió y aprobó y fue una locura. Con esas cosas nos ganamos la confianza de la gente”.

Gracias a ese laburo social logró encontrarle el sentido a su vida, no aburrirse más. “Y ahí empecé a militar, y ese es el sentido más grande de mi vida, fue la pieza del rompecabezas que me faltaba, que le faltaba a la reconstrucción de un sujeto nuevo, como decía el Che, el hombre nuevo, con ideales. Obviamente que más allá de la militancia, he logrado y todos los pibes que pasan por ese proceso, afianzar y sembrar valores”, afirma. 

Una forma no solo de salvarse a sí mismo, sino de salvar también a otros. En una entrevista que le hizo el Chino Navarro, un dirigente del Movimiento Evita, a unas mujeres internadas en la casa comunitaria para mujeres y disidencias de Vientos de Libertad, una de ellas cuenta cómo llegó ahí: “Yo estaba consumiendo, tirada en la villa Zabaleta. Él estaba en un centro barrial, se acerca como si nada y me saluda. Me saluda y yo me lo quedo mirando porque yo estaba consumiendo, estaba en otro lado. Yo no lo conocía, nunca lo conocí. Para mí fue mi ángel, porque fue un ángel.” 

Ese ángel, la persona que la saludó sin conocerla, es Ale, que cuenta la otra mitad de la historia: “Con la compañera fue algo flashero. Estaba en Atuel, ahí tenemos una cooperativa de reciclado, y me quedé hasta tarde, no sé por qué. Estaba yendo a la parada del bondi cuando la vi a la piba, que estaba sentada al lado del predio”. Alejandro sigue: “Yo me vi a mi mismo ahí. Pero ojo, porque no es que uno hace una transferencia, no, vos te sentís identificado porque venís de ese mundo”. 

En ese momento, decidió acercarse a decirle dos cosas: “Uno, le conté que yo estuve mucho tiempo así, y que hay un lugar que la puede ayudar. Pero, por el otro lado, le dije que la decisión la tenía que tomar ella, que dependía de ella”. Ella se puso a llorar, y acordaron que él la iba a pasar a buscar al otro día, cuando se le pase el efecto de lo que venía consumiendo. 

Me la dio, y fue la primera vez que yo tocaba droga en años. La tiré en el tacho más cerca que encontré. Después, nos subimos al 57 y se desmayó. Y ahí llegamos a Vientos.

Alejandro relata: “Esa noche no pude dormir, quería estar ya en Luján con la piba”. Cuando la fue a buscar por el barrio no la encontraba, hasta que una compañera le indicó dónde estaba, y la encontró, de vuelta consumiendo. Estuvieron discutiendo un rato hasta que ella decidió tirar la droga a la basura. “Me la dio, y fue la primera vez que yo tocaba droga en años. La tiré en el tacho más cerca que encontré. Después, nos subimos al 57 y se desmayó. Y ahí llegamos a Vientos”. 

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