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Columnistas

El desbarrancadero de la sexualidad: respuestas estéticas y políticas al vih-sida

vih-sida
Por AAIHMEG |Javier Gasparri

El impacto y los efectos que el vih-sida trazó, desde los años 80, es una historia que seguimos escribiendo. No es, en realidad, una historia sino múltiples, que llegan hasta hoy. Los énfasis, los tonos, las inflexiones, los recortes, las temporalidades van modulando y dando forma a este acontecimiento devastador. Desde luego, historias de vida, o de sobrevida, de pérdidas y muertes, historias clínicas, historias de estigmatizaciones, que el cuerpo seropositivo encarna y en las que las sexualidades disidentes cargaron con la parte más dramática y expiatoria, condenadas desde la saludable normalidad social. El vih-sida fue dando lugar a discursividades, a relatos, a imágenes, desde puntos de vista y posicionamientos contrapuestos, en disputa y con distintos alcances éticos y políticos.

No podía ser de otro modo, puesto que el vih-sida hizo que la vida, desde entonces y para siempre, no fuese igual, no estuviera definida de la misma manera tanto en términos orgánicos como en su relación con la sexualidad. Como observó tempranamente Susan Sontag, ahora los fluidos considerados “de la vida” (la sangre, el semen) eran potencialmente medios portadores de contaminación. Y así el cuerpo bajo el signo del sexo volvía a ser una carne y una subjetividad patologizada, justo como antes de los procesos liberacionistas de los 60 y 70, cuando las vidas no cisheterocentradas eran puestas bajo la luz de la enfermedad. No casualmente el teórico y poeta argentino Néstor Perlongher interpreta el momento más duro de la irrupción del sida como un reflujo conservador que marca una suerte de fin de fiesta y recoloca aquel tiempo.

Sin restarle densidad a la dimensión social que globalizaría algunas cuestiones generales o a gran escala, sobre todo en su viralización pandémica (y que, dicho sea de paso, debería inspirarnos exámenes comparativos con la otra, la más reciente, la que recordamos de inmediato, en la que algunos fantasmas retornaron, pero también diferencias decisivas), importa especialmente considerar acciones situadas que marcan respuestas precisas en coyunturas geopolíticas puntuales.

Pensada como respuesta, una de las estrategias más potentes que actualizó el vih-sida fue la articulación entre arte y política, un modo de proponer la intervención sensorial conjugada con el agite activista en una relación de interfaz, no instrumental ni subordinada. La producción visual de Keith Haring, por ejemplo, es icónica en este sentido: sus afiches para ACT UP (uno de los colectivos históricamente más conocidos) imbrican un estilo, el de Haring, con las consignas del grupo. Pero también las intervenciones en espacios públicos, en los que su práctica del grafiti no encuentra meramente un tema para comunicar sino una interpelación propia que le da sentido como creación (y aquí es emblemático su mural en Barcelona, de 1989: “Todos juntos podemos parar el sida”).

vih-sida

En Argentina, los activismos y las militancias sexogenéricas llevaron adelante, por supuesto, un rol decisivo y, ya desde los 80, una amalgama discursivo-visual se iba imbricando, y abarcaba desde las campañas de prevención hasta las políticas del duelo. Si bien un espacio como el de la CHA resulta históricamente, y con toda justicia, clave, los derroteros posteriores fueron multiplicando los grupos, y también las discusiones y disputas. Lo mismo, y con más complejidad aún por lo extenso del espectro, vale para la consideración mediática, ya que podemos pensar en publicaciones impresas de los 80, más o menos amigas y tipificadas dentro de circuitos agitadores, como El porteño, y también en las campañas televisivas, que comentaremos después. Lo que quisiera focalizar con este repertorio un tanto caótico es, en primer lugar, que la circulación discursiva y visual se fue entretejiendo hasta cierta cristalización visible, como una microfísica, de modo no lineal, cuando no contradictorio; y en segundo lugar, que es necesario, más allá de esos hitos, multiplicar los registros (diría: abrir el archivo) para percibir y ponderar muchas otras acciones, conocidas o no tanto, que siguieron articulando respuestas estéticas como forma de activación política. Podríamos pensar en una intervención pública transnacional como la del Proyecto Nombres, que tuvo su deriva en Argentina, y también en producciones locales como la serie “Cóctel” de Alejandro Kuropatwa, la remera “Yo tengo sida” de Roberto Jacoby y Mariana Sainz, los libros El fantasma del sida de Néstor Perlongher, Vivir con virus de Marta Dillon, Un año sin amor de Pablo Pérez o Vivir con sida de Sergio Núñez.

Otra dimensión más abriría las representaciones, ya no solo ancladas en umbrales vivenciales o testimoniales, y que en gran medida deslizan o proponen un termómetro perceptivo, con diversos grados de distanciamiento. No solo caben aquí ficciones sino también documentales, no solo entran crónicas sino también novelas y poemarios. El cine, la televisión, hoy las series en plataformas, la literatura: todos se han encargado de ir moviendo la cinta de Moebius tecno-semiótica, audio-discursivo-visual, entre palabras, textos, imágenes, voces, en fin, afecciones. Todos hacen archivo. En la literatura siempre cáustica de Fernando Vallejo, una de las voces de El desbarrancadero le dice: “tu hermano se está muriendo de esa enfermedad de maricas”, y resume así uno de los enunciados más violentos y abominables de la peste.

Pero este entramado, como dijimos, no tiene una panorámica atendible sin su armazón mediático en las campañas de difusión de comienzos de los 90, a través de afiches en espacios públicos y, sobre todo, de las propagandas televisivas: aun realizadas con intenciones des-estigmatizantes (comprender que el sida, como se decía, “nos afecta a todxs”), y si bien no se promovía una des-sexualización imperativa, igualmente el énfasis preventivo, la usufructuación del poder biomédico y el tono dramático, cuando no tétrico, de las consecuencias de la enfermedad construyeron un discurso público y a la vez cerrado del tema, una imagen solemne y temerosa, que marcó a fuego a toda una generación.

Y la respuesta, en definitiva, es la lucha, que hoy continúa: por supuesto, la demanda al Estado, como a partir de la nueva Ley. Pero también batallas semánticas, es decir performativas, indetectable es intransmisible pero también incurable, o cuestionamientos sexoculturales como el del barebacking o sexo a pelo. Decir que las embichadas queremos la cura es quedarnos cortas: más bien, queremos llegar vivxs a la cura.

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